El último clavo del ataúd del Partido de la Revolución Democrática (PRD) fue clavado la semana pasada cuando se le dio formalmente su “acta de defunción”.
Sobrevive aún en trece estados; Zacatecas entre ellos, pero del gigante que alguna vez ganó la presidencia de la República, aunque le fuera arrebatada por un fraude, ya no queda nada.
La noticia si acaso conmueve, pero no sorprende. Hace cuando menos una década que venía desfondándose y quedando sólo en el cascarón que ahora terminó por resquebrajarse.
Con él muere el registro histórico del Partido Comunista (PC) pero también una fuerza política alguna vez importante que significó esperanza para quienes, en el marco de la izquierda, creyeron que el camino era pacífico y electoral.
Fue esperanza y también cauce de la decepción y la furia en 1988 de quienes tuvieron fe en la democracia como forma de cambio.
No sería fácil, en la historia de su ingrato recuerdo quedan cientos de militantes que fueron asesinados en la construcción de ese partido.
Hubo también años de gloria, crecimiento exponencial y varias gubernaturas, entre ellas Zacatecas y particularmente el entonces Distrito Federal, que no ha dejado desde entonces de ser gobernado por la izquierda.
Vino después la victoria negada en 2006, y el enojo ante el fraude electoral hizo surgir un movimiento y un líder político que pronto rebasó a las filas institucionales hasta derivar en la creación de otro partido cuyo reinado coincide con el sepelio del PRD.
¿Cómo pudo caerse de la victoria presidencial a la extinción en poco más de una década?, ¿Cómo pudo quedarse sin electores el partido cuyos militantes resistieron asesinatos, masacres y persecución?
La descomposición empezó pronto, sólo que su inoculación pasó desapercibida. El recién resucitado Ernesto Zedillo brindó la manzana envenenada del financiamiento público a los partidos políticos y con ello cambió la mentalidad colectiva.
El PAN dejó de ser el partido del “pon” en el que sus simpatizantes aportaban para sostener el instrumento de defensa de sus convicciones, y la estructura burocrática del PRD se convirtió en el botín más cotizado entre parte de sus liderazgos, a falta de puestos gubernamentales qué repartir.
Así, para 2008 la sospecha de fraude se volvió intrapartidista, y la dirigencia nacional quedó en manos de Jesús Ortega quien a la postre se convertiría, con toda su tribu, en uno de sus sepultureros.
El golpe definitivo llegó en 2012, cuando Andrés Manuel López Obrador renunció a 23 años de militancia perredista para fundar un nuevo partido, una hazaña que parecía entonces imposible porque ni el propio PRD lo había conseguido en su momento.
A pesar del estupor miles le siguieron, y cuando el PRD firmaba su alianza con el PRI y el PAN, sus adversarios históricos, para darle cobijo al gobierno de Enrique Peña Nieto y aprobar las “reformas estructurales”, las antiguas bases perredistas se organizaban para fundar Morena.
De entonces en adelante la debacle fue imparable. Para el 2018 el PRD participó en la coalición del agua y el aceite junto al PAN, partido nacido como antítesis al Cardenismo y a muchos de los principios básicos del PRD.
Los desastrosos resultados electorales no fueron suficientes para entender la lección, y para 2024 a esa alianza unieron también al Partido Revolucionario Institucional (PRI), lo que significó que los dos más grandes se repartieran el pastel, dejando al PRD como cereza testimonial.
Desfondado, sin militantes, sin base, pero sobre todo sin identidad ni posibilidad de representar a nadie, el PRD termina ahora por morir, pero deja en su último estertor el ejemplo para quien quiera entenderlo.
Las luchas internas, la ambición, confundir el camino con el destino y sobre todo el abandono de los principios y las ideas fundacionales a costa del pragmatismo terminaron por derrumbarlo.
Ninguno de los otros partidos políticos aún vigentes se encuentra inmune a estos peligros, y poco parecen dispuestos a poner las barbas a remojar. Cuestión de tiempo.