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sábado, 20 abril, 2024
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Edith Stein: la cruz como única esperanza

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Por: Mauro González Luna •

Sin duda que hay momentos de felicidad en la vida del ser humano. Pero, por regla, son pocos a lo largo de la historia personal de cada uno. Cuesta trabajo reconocer esa realidad, ya que, la mayoría de las veces, cuando se le pregunta a alguien cómo está, automáticamente responde que bien, haciendo un esfuerzo por mostrar cara amable.

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Pero la verdad es otra: ese alguien está tal vez preocupado por asuntos de trabajo, por enfermedad propia o de un familiar, por carencia económica, por el porvenir y seguridad de los hijos, por la muerte de un ser querido, en fin, por los mil escollos y cargas de la existencia, algunos de los cuales ponen en peligro o aniquilan la vida misma. Mucho hay de misterioso en ello, de paradójico, pues estamos destinados a la felicidad, pero a la que se escribe con mayúscula, la genuina, al ser la propia del destino humano, y que muy pocos la perciben.

Cuando le preguntaban a un cercano, y muy querido familiar, por qué no era optimista, decía: ¡cómo quieren que lo sea, cuando uno piensa cómo le fue al mismo Dios encarnado, a Cristo en su Cruz!

Todo esto viene al caso precisamente por Edith Stein: alemana, de familia judía, nacida el 12 de octubre de 1891, asesinada en Auschwitz el 9 de agosto de 1942 por la barbarie nazi. A los 15 años, con plena conciencia y libertad, dejó de rezar, y en una época transitó al ateísmo, después en 1921, al catolicismo, y al final al martirio con motivo de venganza hitleriana por la actitud católica de un valiente prelado holandés contra el nazismo.

Defensora del genuino derecho de las mujeres, en materia política y laboral, filósofa, discípula predilecta y asistente destacadísima del más prestigiado filósofo de la época, Edmund Husserl, pensador y matemático, padre de la fenomenología trascendental, dirección filosófica que tanto influyó en cumbres del pensamiento: Theodor Adorno, Max Scheler, Merleau Ponti, E. Levinas, Ortega y Gasset, entre otros grandes.

Stein, en 1917, se doctoró en filosofía con honores en la Universidad de Friburgo. Su tesis: Sobre el problema de la empatía, tema sugerido por Scheler. Dice Stein al respecto: «solo quien se vivencia a sí mismo, como persona, como totalidad de sentido, puede entender a otras personas». A la luz de dichas palabras, la falta de conciencia, de percepción física y axiológica del «área oscura» del fenómeno migratorio, por ejemplo, explican hoy en día, la tragedia de los migrantes pobres, desesperados a causa de la miseria y violencia sufridas, y tratados ignominiosamente por desalmados «demócratas», los nuevos bárbaros, nulidades absolutas.

Su conversión al catolicismo tuvo sus orígenes allá por el año de 1916, en su búsqueda de la verdad: «Para mí -señala Stein- fue algo bastante nuevo. En las sinagogas y templos que yo conocía, íbamos allí para la celebración de un oficio. Aquí, en medio de los asuntos diarios, alguien entró en una iglesia católica como para un intercambio confidencial. Esto no lo podré olvidar jamás.»

Y, como decía antes, en 1921, la lectura de las Confesiones de la mística y santa, Teresa de Ávila, precipitaron su conversión a la fe católica. Pero esa conversión que podría pensarse fue motivo de alegría, la hizo decir: «en cuanto a mi madre, mi conversión fue la pena más pesada que tuve que soportar». Es el peso de la verdad que con frecuencia tanto duele y abruma.

Ya católica, escribió el trabajo: «Discusión entre la filosofía tradicional católica y la filosofía moderna», un esfuerzo de comparación entre la ¡fenomenología de Husserl y la filosofía perenne de Tomás de Aquino! Solamente una personalidad audaz como la de Stein podía embarcarse en tal empresa, desconcertante para muchos timoratos. Discrepó de su maestro Husserl por no permitir éste «un lugar para Dios» en su filosofía. Comentó sobre ello Stein: «La teología y la filosofía no deben competir, sino complementarse y enriquecerse mutuamente.»

A la llegada del nazismo en 1933, le prohibieron seguir dando clases por ser mujer y ser judía; ella percibió, desde el principio, el peligro que entrañaba tal movimiento, sintiendo honda preocupación por la suerte de los judíos. Movimiento diabólico que más tarde la llevaría a la cámara de gas junto con millones de víctimas, niños, mujeres, hombres, ancianos. En 1934, en Colonia, se hizo monja carmelita descalza: Teresa Benedicta de la Cruz, su nombre de religiosa, en honor de Teresa de Ávila, su inspiradora.

Escribió sobre la obra de Juan de la Cruz, místico, santo y poeta incomparable. Su percepción tan aguda de las cosas hizo decir a la conversa, inspirada por los trabajos del poeta, un poco antes de su martirio, las palabras de un himno del siglo VI: «Una ‘scientia crucis’ sólo se puede adquirir cuando se siente el gran peso de la cruz. Desde el primer momento estoy convencida de ello, por eso he dicho de corazón: ‘Ave o crux, spes unica’.»

«¡Salve oh, Cruz, única esperanza!» ¡Qué grito tan paradójico! Sufrimiento como esperanza. Su Fe, a pesar de Auschwitz, alimentó su esperanza y su amor por la verdad, por el prójimo, por sus maestros y amigos de juventud, por sus alumnos, compañeras carmelitas y víctimas en el campo de concentración.

Y ese grito lo analiza así Teresa Benedicta: «todas las cargas y sufrimientos de la vida pueden considerarse como mensajes de la Cruz, ya que es precisamente por su medio como mejor se puede aprender esta ciencia -la de la Cruz-.» El sentido que da ella a las cargas de la vida, hace de ellas algo esperanzador porque, al final de cuentas, conducen a la felicidad con mayúscula, como bien lo comprenden y perciben, personalidades elegidas como Stein que sabe decir:

«Ningún humano corazón ha penetrado jamás en una tan oscura noche como el Verbo Encarnado en Getsemaní y en el Gólgota. Ningún espíritu humano podrá, por mucho que investigue, penetrar en el secreto del abandono divino de Cristo moribundo. Pero Jesús puede dar a gustar a las almas escogidas algo de esta amargura. Son sus más fieles amigos a quienes exige la suprema prueba de amor».

Y ella, Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, pasó la suprema prueba de amor en su cruz de Auschwitz, ese 9 de agosto de 1942. En 1998, Juan Pablo II, Papa, poeta y filósofo, la canonizó. Y en 1999 fue proclamada copatrona de Europa.

Hoy, aparece ella, Teresa Benedicta de la Cruz, como «una luz fulgurante en una noche oscura», en una hora de tinieblas en que Europa claudica, postrándose ante un imperio estadounidense: militarista, anticatólico, abortista, decrépito, racista, anti migrante, frívolo e hipócrita; en que España, por ejemplo, «aúlla como hiena en las tumbas», y amenaza por odio neurótico con derribar la Cruz, en tanto se pone de rodillas ante el gobierno de Estados Unidos; en que Occidente da la espalda a los valores que defendió Stein hasta la muerte. Pero a pesar de todo, hay que gritar: ¡Salve oh, Cruz, ¡única esperanza!, y vivir valientemente conforme a ello, en búsqueda de la verdad que nos hará verdaderamente felices, sin duda alguna, al final de la jornada.

Dedico este artículo con cordialidad, a mi amigo Gustavo Garduño Domínguez, un hombre joven que irradia simpatía y talento, y quien acaba de doctorarse en derecho, con honores, en universidad de gran prestigio. Enhorabuena jurista.

P.D. «Mirando al Cielo» es una conmovedora película, muy bien lograda, que toda persona de bien debe ver. Es la vida del niño, mártir cristero, José Sánchez del Río, brutalmente torturado y asesinado sin piedad ¡a sus 12 años! por su Fe en Cristo Rey, en 1928, a manos del callismo canalla. Está en carteleras en la Ciudad de México y seguramente en Zacatecas. Recomienda querido lector la película por favor. En E.U., llegó a ser la segunda más vista de la temporada.

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