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jueves, 18 abril, 2024
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En defensa de la autonomía universitaria

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Por: JOHN M. ACKERMAN •

En semanas recientes algunos diputados locales en los estados de Hidalgo y Baja California Sur han presentado iniciativas de reforma a las leyes orgánicas de sus universidades públicas estatales que parecieran tener buenas intenciones. En principio, buscan fortalecer la transparencia, la institucionalidad y la participación democrática de las casas de estudio.

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Sin embargo, estas iniciativas carecen de legitimidad, al ser presentadas de manera unilateral por un puñado de representantes populares al margen de las comunidades universitarias correspondientes. Las leyes orgánicas de las universidades públicas tienen un carácter especial ya que regulan el funcionamiento interno de espacios académicos de enorme riqueza, pluralidad y diversidad cuyas coordenadas no corresponden necesariamente a las de la política electoral.

La lucha partidista por el poder gubernamental es perfectamente legítima y las mayorías legislativas cuentan desde luego con un mandato popular para actuar y cumplir con sus promesas y compromisos.

Sin embargo, las universidades también cuentan con sus propios procesos deliberativos y de participación que deben ser respetados. Es un sinsentido, para decir lo menos, intentar imponer una particular visión de democracia universitaria de manera unilateral, desde fuera y a partir de la visión de una sola expresión política.

Este tipo de acciones de intervencionismo se parece a la promoción de la “democracia” en Venezuela por Donald Trump a partir del reconocimiento de un líder espurio y golpista como Juan Guaidó. Cuando una comunidad política impone su idea de democracia a otra el resultado es casi siempre un desastre. Los procesos de democratización deben ser internos, participativos y orgánicos o simplemente no son procesos democratizadores sino de intervención.

Haría falta entonces una especie de “Doctrina Estrada” de los poderes legislativos hacia las universidades autónomas en todo el país.

Las relaciones entre las naciones evidentemente tienen un carácter diferente a las relaciones entre los poderes legislativos y las universidades públicas. Por ejemplo, los poderes legislativos deben autorizar los presupuestos para los centros educativos. Sin embargo, es un grave error confundir esta facultad constitucional con un poder de autoridad jerárquica de los congresos sobre las universidades.

Así como los poderes ejecutivos deben respetar plenamente la autonomía universitaria, evitando, por ejemplo, el ingreso de policías al campus o la intromisión en los planes de estudio, los poderes legislativos también deben respetar esta misma autonomía evitando el chantaje presupuestal. El respeto al derecho ajeno es la paz.

La autonomía universitaria no se debe confundir con la autarquía. Sin embargo, la profunda diferencia entre las polis del poder legislativo por un lado y de una universidad autónoma por el otro, requiere que cualquier reforma a una ley orgánica universitaria debe ser primero avalada y consensuada por la comunidad universitaria y solamente después sometida para su valoración, debate y eventual aprobación por el poder legislativo correspondiente.

Es cierto que casos como la Estafa Maestra han revelado la existencia de malos manejos en algunas universidades públicas. Sin embargo, en la mayoría de los casos documentados las universidades fueron víctimas de un sistema corrupto hasta la médula, no los instigadores de las tramas de corrupción. El gobierno de Enrique Peña Nieto utilizaba algunas universidades públicas para triangular recursos hacia sus socios privados y aliados políticos, a veces bajo amenazas de total estrangulamiento financiero de las instituciones educativas correspondientes.

Pero hoy nos encontramos en una coyuntura política radicalmente distinta. El espíritu democrático y honesto del nuevo gobierno federal genera un contexto ideal para que florezca hoy más que nunca la autonomía, la pluralidad y la unidad de las comunidades universitarias.

Exijamos cuentas, austeridad, efectividad y transparencia a las autoridades universitarias, pero no tiremos al bebé junto con el agua sucia. Recordemos que la figura de las universidades públicas autónomas es una de las grandes contribuciones al derecho moderno y a la práctica social democrática. ■

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