Según “Obras Completas de Francisco Zarco Periodismo Político y Social – 6”, la página 1 del periódico El Siglo Diez y Nueve 31, publicó el 31 de octubre de 1855 un artículo de Francisco Zarco, titulado VENGANZAS, que refiere lo siguiente:
Nada empaña más el carácter de una revolución que dejarse arrastrar por un ciego espíritu de venganza. Cuando triunfa el pueblo y no una facción, no se corre este peligro, pues el pueblo siempre es magnánimo y generoso y si en un momento, al estallar la revolución puede hacerse justicia por su mano, pronto vuelve a su calma habitual, repugna el exceso, y para conducirlo a extravíos es menester que lo azuzen los que abusan de su nombre para deshonrarlo.
Si hemos estado en contra de las restauraciones es porque son vengativas y rencorosas, en vez de ser justicieras. Hemos clamado contra la impunidad de Santa Anna y de sus cómplices, hemos pedido que se les sujete a juicio, que se les exija la responsabilidad que con el país contrajeron; hemos pedido que haya un sentimiento de justicia y no de venganza.
Santa Anna al pisar el territorio anunciaba que no venía animado de ningún resentimiento, que olvidaba las ofensas de sus enemigos y empleó todo su poder en vengarse, no de enemigos personales sino de los que habían contrariado sus infamias de otras épocas; se vengaba también como todos los envidiosos, del mérito ajeno y hacía sufrir a cuantos, por su saber, virtud o patriotismo, valían más que él en la estimación pública. ¿Cómo explicar de otro modo el destierro del señor don Melchor Ocampo? ¿Cómo comprender el del señor don Luis de la Rosa, a quien estando moribundo declaraban bueno y sano los esbirros del tirano, para mantenerlo encerrado en un cuartel en compañía de su familia? ¿Cómo explicar de otra manera el destierro del señor don Benito Juárez, a quien confundían con los criminales, encargando a los oficiales que lo custodiaban que no omitieran esfuerzos en maltratarlo?
Los pobres e inocentes habitantes de Jico, que habían detenido en su fuga de 1844 al dictador, fueron arrancados de sus hogares y llevados a las playas de Tabasco para gemir bajo la férula de Escobar. Los que años antes habían escrito la historia de la guerra entre México y Estados Unidos, eran privados hasta del derecho de ciudadanos, porque no habían ensalzado las proezas del héroe. Los conservadores no solo se prestaban a ser instrumentos de estos rencores, sino que también satisfacían los suyos. Se registraban minuciosamente los hechos ocurridos en este país, y cuantos habían contrariado la dictadura o la opresión, estaban seguros de ser aprehendidos, vejados e insultados.
Contra el general Arista se usaba la calumnia y la suplantación para hacerle aparecer como enemigo de la independencia nacional y partidario de la anexación. Imprudentemente se sostenía que existía un partido anexionista, para con este pretexto hacer más extensa la persecución.
Ni los muertos estaban seguros de la saña de los conservadores. Aún no se enfriaba el cadáver del general Herrera, y recordando que fue el caudillo del 6 de diciembre de 1844, se arrojaba lodo y hiel sobre su tumba. Se infamaba también la memoria de Peña y Peña y se quería eclipsar la memoria de los héroes de Chrubusco.
La venganza degeneró en una tiranía, salvaje y sombría, las glorias de la nación debían acumularse en Santa Anna, que se irritaba si algún ciudadano merecía elogios; la virtud y el patriotismo eran delitos que suscitaban el encono de los gobernantes irritados de no respirar más incienso, que el sólo que ellos se ofrecían.
La obra de Santa Anna y de los conservadores, al tomar por asalto el mando pareció reducirse, a vengarse de un pueblo que los detestaba por su incapacidad y por sus crímenes. En los primeros meses de instalado el gobierno conservador, se vio que sobre todos los que no profesaban esos privilegios, amenazaba una proscripción general, cuando en el sur llegó a estallar la revolución, el miedo aumentó la desconfianza del tirano, y entonces desapareció toda seguridad, y el poder más fuerte en el país fue el del esbirro. El miedo de los tiranos, siempre cuesta mucho a los pueblos.
No hubo tropelía que no se cometiera, no hubo atentado que no se perpetrara, el pueblo vivió sufriendo a una horda de forajidos, que hacían recordar todas las épocas de opresión que han pasado sobre el género humano. El reinado conservador, sin más instinto que el rencor, sin más política que luchar contra la opinión, intentó convertir al país en una mazmorra y, armado de su ley de conspiradores, que era el asesinato elevado a rango de institución, hubiera diezmado a los mexicanos, si la opinión no hubiera arrollado a los opresores.
La guerra civil tuvo carácter bárbaro y sanguinario, inspiraba horror. El incendio, saqueo, y fusilamiento en masa, eran los recursos estratégicos del dictador. Castigaba a las poblaciones porque en ellas habían estado antes los sublevados. Y de sus ridículas derrotas se vengaba, bañándose en la sangre de infelices labradores que jamás habían empuñado las armas…