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miércoles, 24 abril, 2024
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La huella suya en el desierto

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Por: CARLOS LUIS TORRES G. •

La Gualdra 536 / Primer Aniversario Luctuoso / Juan Manuel de la Rosa

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Juan Manuel de la Rosa… como si un año fuera el viento, pasó el tiempo sin darnos cuenta, y hoy que me piden que diga algo sobre él, para su recuerdo, pienso en una pared para un mural suyo, que incluyera su obra. El éxito del mural es que, al observarlo, pueda ser abarcado todo con una mirada.

Pienso que el maestro De la Rosa iba por el mundo así: hurgando todo. Ponía los ojos en las rendijas para captar el olor; raspaba con las palabras ese trasfondo de los objetos para poner la profundidad de sus formas; tenía una manera personal de captar el color pues desde la infancia, había unido la temperatura del mundo con el vibrar interior de su desierto; su imaginario no era simple, era un acercarse indiferente de tiempos y de espacios, por ello, eran de todas partes y de siempre, sus líneas y sus sombras; había azules, sepias, briznas de rojos, trozos de amarillo, escultura ‘pre’ que le ayudaba a alejarse de lo figurativo pero el olor lo invadía, el color se le pegaba a las palabras y encontraba lo bello en todo: en las manos de esa pequeña y oscura mujer y en su sonrisa, en el viento y besaba la lluvia, como le oí decir con un tequila sobre los labios, soñando con Rulfo con un pañuelo con orillas de llorar, me dijo. 

Para mí, conversar con él aún es cotidiano. Siempre que me pongo a escribir en mi mesa, me encuentro con el maestro Juan Manuel de la Rosa, pues tres de sus trabajos de grabado están frente a mí, colgados en una pared que tiene un breve tono sepia, que conjuga con sus cuadros.

Su trabajo, lejos del signo se ajusta en lo simbólico. Él construyó con sus imaginarios, un alfabeto que deambula entre el tiempo, las sombras y los objetos. Porque su obra se remonta muchos años atrás, desafortunadamente no conozco buena parte de su labor pictórica y escultórica, aunque siempre me contaba y me mostraba algunos de sus trabajos. Venía a Bogotá y pasaba por la Librería Luvina a saludarme, luego iba a Barichara donde montó un taller de fabricación de papel artesanal en el cual solo trabajan mujeres (Fundación San Lorenzo). Papel “artístico” de soporte para la obra de arte, para que otros dejaran su rastro sobre la huella de otras y de una multitud de plantas, de allí, en Santander.

Me hablaba de la biblioteca del desierto. Una casa de libros que montó en Sierra Hermosa, Zacatecas y para la cual recogió textos de muchas partes, para que unos niños y hombres los (nos) leyeran, me decía. 

Su trabajo compuesto de elementos simbólicos viene desde lejos: su infancia en el desierto, pues vio a su padre construir con sus propias manos su casa, que hoy, en ruinas, aún muestra los arcos, las puntas de lanza hechas de luz, los afilados cuchillos de sombra, las vigas de madera que se mantienen caprichosas al paso del viento, polvo y tiempo. Ahí está, ese rectángulo que posee un lado curvo, que es simplemente una ventana en sombra… todo esto está en el mundo imaginario que pone en sus lienzos y grabados. Ahora que veo los tres cuadros que tengo frente a mí, pienso que Juan Manuel construyó un alfabeto de infancia, muy propio, muy recóndito, muy secreto, como las figuras que pintaba con lápiz sobre las paredes de la casa cuando era niño.

El azul del cielo, el negro de la sombra, el color amarillo opaco de la arena, el hueco negro de una ventana hecha por las manos de su padre que moldea rudimentariamente el barro, está ahí, en el grabado que tengo al frente, solo que ella, la ventana, está invertida. 

Sí, podría pensar, lo repito, que Juan Manuel de la Rosa inventó un alfabeto para contar su historia. Tal vez hasta ahora me doy cuenta de que este viajero eterno recorría el mundo y su país para mostrar una obra que es la historia de su infancia. Pretendo insinuar, tan solo, que un ordenamiento suyo sobre el lienzo es el secreto. Lo dijo muchas veces, me lo dijo a mí: Soy un poeta frustrado y por eso me puse a pintar. Juan Manuel escribió la gran obra textual de su vida poco a poco en sus cuadros, solo que, para leerla, hay que recorrer con él su ruta mágica de símbolos hasta alcanzar esa alegoría de la que nunca habló. Un poeta degustaría más su obra pues Juan Manuel trabajó sobre lo no evidente, sobre el olor de un poema puesto sobre el mundo.

Ahí está la llama que flamea y su color. Y la puerta de cuero retorcida, con una herida larga como de cuchillo por donde penetra el viento. Un farol torcido, la tabla de un banco en madera y esa es la línea de un monte sobre un cielo que se ha ido.

(¡Ah! Esa es una comala, de arcilla roja, y me la puso en las manos, sí.) Trajo una vez aquel objeto milenario para mí. Traía una maleta de tela al hombro, no muy grande, pero al abrirla puso sobre la mesa el México profundo. Yo he cargado este objeto por años y abriga un rincón de mi morada en Bogotá. Hoy que mis libros se apilan junto con sus carpetas de trípticos plegables o con poemas de Roca, pienso en que no hablamos lo suficiente.

Sé que su obra está colgada en multitud de sitios, realizó cerca de 50 exposiciones dentro y fuera del país. Por ello, tan solo deseo dejar una imagen aquí, al cumplirse un año de su desaparición: una pared donde pudiéramos colgarlo todo, uno a uno sus productos artísticos e intentar que el observador pudiera encontrar un hilo conductor que construya su universo propio, ese que Juan Manuel de la Rosa pensó para cada uno de nosotros.

Sin más, y con las manos untadas de barro seco, deseo que ustedes lo recuerden con ese sentimiento de cultural afecto que une a su pueblo con el mío y hoy, me doy cuenta, que no es muy distinto.

*Carlos Luis Torres, Escritor, Bogotá, julio de 2022.

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra_536_

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