Sería un exceso repasar la numeralia electoral (ya la hemos abordado con cierto detalle en estas mismas páginas), baste decir que este año serán renovados en Zacatecas los Ayuntamientos y la Legislatura Local, así como, en el ámbito federal, el Congreso de la Unión y la Presidencia de la República.
México ha tenido un recorrido sin par en su búsqueda por la democracia electoral, mecanismo de gestión del poder, que se consumó como expectativa de solución a los problemas que aquejaron al régimen posrevolucionario, entre ellos, la corrupción, entendida desde entonces, aunque no conceptualizada formalmente así, como un fenómeno sistémico destructivo y limitante de las aspiraciones de desarrollo nacional.
Así las cosas, nuestra transición a la democracia apostó, en su primera etapa, por la consolidación de un sistema de elecciones funcional y eficaz, cuya última revisión tuvo lugar con la reforma del 2014. A su vez, la ingeniería constitucional no se redujo a lo electoral, en el mismo período se reformaron y crearon instituciones que hoy forman parte de la órbita de los poderes constitucionales tradicionales: una Suprema Corte que desempeña el papel de Tribunal Constitucional y los órganos constitucionales autónomos. En una segunda etapa, nuestra transición a la democracia se enfocó en el desarrollo de instituciones que ampliaran la limitada concepción de la democracia en el plano electoral o del acceso al poder al ejercicio de éste, dotando a las personas de instrumentos para el control, vigilancia, participación e incidencia en la tarea del gobierno. Sin embargo, ha existido, desde este punto de vista, un error de diseño que nos ha llevado al fracaso en el hecho mismo de no ligar de manera eficaz, ni articular institucionalmente ambas etapas como parte de un mismo proceso histórico de consolidación democrática. No entender que, los procesos de acceso al poder y los instrumentos para su control y vigilancia, son parte de un mismo ciclo permanente que explica a la democracia en su conjunto, ha ocasionado que se mantengan ambos sistemas, el electoral y el de rendición de cuentas, aislados entre sí. Una muestra de ello es el hecho mismo de que, en el Sistema Nacional Anticorrupción, no se haya integrado al Instituto Nacional Electoral, ni que se haya puesto la atención que requiere, la tarea de fiscalización de éste último, y finalmente, de que, no se haya consolidado una estrategia coherente, sólida y eficaz, al fenómeno de la corrupción en la expresión del uso indebido de recursos públicos para influir en elecciones o financiar campañas políticas, siendo ésta una de las causas que dan origen a la impunidad, limitando y neutralizando al sistema de rendición de cuentas y al Estado de Derecho mismo en su conjunto.
El error debe subsanarse pues, desde la política pública, la innovación administrativa y la colaboración interinstitucional, a la espera del rediseño que conciba al sistema de rendición de cuentas, como uno que involucra tanto los mecanismos horizontales (institucionales, Sistema Nacional Anticorrupción, Sistema Nacional de Transparencia) como verticales (electorales, Sistema Político-Electoral, figuras de participación e incidencia ciudadana).
Ello es posible, a través de la comunicación y colaboración entre los órganos encargados del combate a la corrupción y los institutos, tribunales y fiscalías en materia electoral; así como en mesas de diálogo, capacitación, talleres y el intercambio de experiencias, buenas prácticas y esfuerzos para diseñar e implementar políticas, estrategias y acciones de prevención de actos de corrupción en el ámbito del proceso electoral.
Desde luego, la expresión más positiva de ello se encuentra en la prevención, sin embargo, no hay que obviar que se requiere mucha mayor claridad y, de nuevo al punto, un diseño que articule ambas esferas del derecho administrativo sancionador y en su caso, del penal, para la investigación y sanción de tales conductas que vulneran la expectativa democrática y a la democracia misma, pasando por los derechos de las personas.
@CarlosETorres_