Jennifer Clement es una aparición rubia de cometa en Chimalistac cada año bisiesto. Va y viene, su voz rotunda y demandante llena la plaza y retumba en los árboles y en la pequeña fuente, pero en un parpadeo se esfuma, aunque meses y años después, al abrir los ojos, ahí esté ella tapándome el sol con los rayos de su cabeza casi blanca de tan luminosa. Para mí, Jennifer Clement es una festiva estrella fugaz que logró sacar del atolladero a un Pen Club más tirado a la tristeza que un borrachito de esos que los meseros suelen barrer afuera de la cantina con todo y aserrín.
Ahora, Jennifer también dirige o dirigió el Pen Club México, que sólo sirvió de algo en el ámbito internacional cuando Julieta Campos se hizo presidenta responsable y eficaz, y se preocupó por los intelectuales perseguidos en el mundo y porque los escritores mexicanos dieran por lo menos una imagen que repercutiera en el Pen Club Internacional, como bien consta al único intelectual pendiente, que responde al nombre de Gabriel Zaid.
El filósofo Ramón Xirau envolvió al Pen Club México en el humo de su cigarro y nadie, ninguno de nosotros, dimos color. Sólo presentamos a Octavio Paz al Nobel, cosa que salía sobrando, porque Paz no nos necesitaba para nada.
Ahora entrevisto a Jennifer, quien, si da color al poner en mis manos su libro La fiesta prometida, con una carátula color rosa, tal como la cantaba Edith Piaf en las calles de París. La fiesta prometida no recuerda a Hemingway, pero sí a un México lleno de estadunidenses totalmente en contra de cualquier cosa que se parezca a la guerra.
–Mis padres se mudaron a México y vivieron en la calle de Palmas, en San Ángel, en la que destaca la Casa Estudio Diego Rivera, que se volvió mi segundo hogar, aunque tanto Diego como Frida habían muerto, pero se quedaron Ruth y los hijos de Ruth, Pedro Diego y Ruth María, quienes eran mis grandes amigos, ya que jugábamos en esa calle empedrada y solitaria. De hecho, Pedro Diego sigue siendo un gran amigo.
–Ruth Rivera se fue muy rápido…
–Cuando Ruth murió, muy joven, a los 42 años, Rafael Coronel se quedó con esa casa y también los niños (Pedro Diego tenía como 10 años y Ruth María como 13). En la colonia también vivían Gunther Gerzso y Juan O’Gorman. Me di cuenta de que podía escribir un libro, porque tenía muchas historias que te hacen ser lo que eres. La vida propia no es sólo lo que has vivido, sino también las historias de los demás, así como las canciones que escuchaste, las películas que viste, todo lo que te afecta. Por eso, decidí escribir mi libro de esta manera fragmentada, porque el mercado exige que la memoria se lea como una novela y yo no creo que la memoria ni la vida lo sean. Estuve leyendo a TS Elliot, quien decía que la vida es un todo hecho de fragmentos. Borges aclaró que la memoria es un montón de espejos rotos y eso es lo que traté de hacer en La fiesta prometida.
“La primera parte sucede en la Ciudad de México, antes del Tratado de Libre Comercio, y cito el censo del gobierno mexicano en 1970 que preguntaba a los contribuyentes: ‘¿tienen zapatos, comen carne?’ La otra pregunta era más o menos sorprendente al plantearte si tenías más de 12 años cuántos de tus bebés estaban vivos.
“El resto de mi novela trata de Nueva York. Llego a Nueva York e inmediatamente me hago amiga de Keith Herring, el de los grafitis, y de Jean Michel Basquiat. Escribí un libro, La viuda Basquiat, sobre él y su mujer a quienes conocí muy bien; fue un encuentro azaroso.”
–¿Cómo azaroso, si tu mamá pintora es estadunidense y perteneciste al mundo que ella te heredó?
–Exacto. Sí, tienes razón en cierto modo.
–Jennifer, es un privilegio.
–Un gran privilegio, pero luego tuve que pensar mucho. El libro también es de amor a México, porque regresé y conté lo que pasaba dentro de mí. También trata de la amistad con Aline Davidoff y Ruth Rivera Marín. Claro, cuento historias de otras personas como tú, o historias de Elena Garro que me contó Ana María Xirau. Tu historia es la de tu visita a Siqueiros en la cárcel.
“La fiesta prometida es un libro sobre cómo me hice escritora, porque lo que viví ejerció gran influencia sobre mí; por ejemplo, la relación de mi papá con Alma Reed. En este libro pinto al Nueva York que viví, y cuento mi regreso a México a los 27 años. Narro cómo me hice escritora, porque mi nana Chona no sabía ni leer ni escribir, y empezó ella a comprender la magia del alfabeto porque yo le podía informar: ‘Ese camión dice Centro; ese camión dice Zócalo’, y llegábamos a nuestro destino, cosa que a ella le parecía maravillosa.”
–Eso es lo bueno. ¿Y lo malo?
–He escrito mucho sobre cosas dolorosas, porque me metí en el mundo de mi nana Chona, quien era huérfana, porque sus padres murieron de tifoidea. Chona fue como mi mamá, me llevaba a los baños públicos a respirar vapor y a ver a la Virgen. Siempre estuve con ella, y la ayudé, dado que no sabía ni leer ni escribir. Sentí que Chona tenía que ser la primera en compartir mis habilidades de la primaria. Le leí a la Dra. Corazón y otros pasquines. También conté su visita a Pachita y el movimiento de 1968. Mi papá viajó a la Unión Soviética porque se involucró con todos los comunistas estadunidenses que vinieron a México. Mis papás recibieron a Kennedy, debido a que mi papá trabajó mucho en el movimiento de derechos civiles en Estados Unidos. Mis padres fueron a la toma de posesión de Kennedy, invitados personalmente por él, porque mi papá trabajó por la defensa de las garantías civiles. Perteneció al grupo de estadunidenses en México, que incluía a Elizabeth Catlett, del Taller de Gráfica Popular, casada con Arturo García Bustos. Mi papá aparece en los archivos del FBI, porque mi madre y él enviaron dinero a Estados Unidos para las marchas antigubernamentales.
–El Taller de Gráfica Popular de Leopoldo Méndez y Pablo O’ Higgins era muy político.
–Mi padre también lo era; estaba con un grupo de estadunidenses expulsados de su país en la época de McCarthy.
“Me pasó una cosa muy linda con La fiesta prometida, que presenté en septiembre. Llegó un señor muy emocionado con el libro muy marcado y se sentó en primera fila y me dijo: ‘Me tomó tres horas llegar aquí; yo era hijo del lechero, en San Ángel, en los años 60; conocí a la señora Ruth y a su mamá, y a su papá de usted’.
“Era el hijo del lechero. Entonces, siento que tuve en él al mejor de los lectores. ¿Quién iba a pensarlo? Me contó que había leído en el periódico que iba a presentarse un libro sobre San Ángel en los años 60 y 70, y vino. Apolinar se enrollaba los pantalones para enseñarnos sus terribles cornadas nacaradas porque, además de jardinero, fue torero. Recordamos que Ruth María tenía una especie de pasión por mí y siempre me estaba cargando como si yo fuera una muñeca. Era una niña grande, como su abuela, Lupe Marín. En esa época, en la calle me tocaban el pelo para ver si era de verdad.
“Una cosa interesante de este libro es que en esa época, como sabes muy bien, era muy caro viajar a Estados Unidos; entonces, mi mamá escribía cartas a mi abuela y pasaba el cartero dos veces al día; mi mamá le daba las cartas y él las llevaba a Correos, en el Centro.
–El cartero ponía los timbres.
–Sí, le podías comprar timbres a él. En general, tú tienes que ir a Correos a poner tus cartas. Mi abuela nunca tiró esas cartas; pasé casi ocho meses leyéndolas, y los timbres maravillosos. Mucho de lo que cuento son citas de las cartas de mi mamá; ese también es un acervo fantástico. Ella llegó a México y lo que encontró la deslumbró, se enamoró de todo. Mi papá murió muy joven, en México, nunca se fueron de aquí, nunca quisieron irse. Hay coincidencias maravillosas entre la vida y entre las rosas. A muchas de las personas de este libro las conocí por los ojos de una niña, de una adolescente.