La Gualdra 632 / Café / Río de palabras
El Café Ambulante Sócrates como paradigma de la filosofía en la calle
Recientemente leí un ensayo titulado Sócrates Café, de un hombre norteamericano que se pasó la vida promoviendo debates filosóficos en todo su país y lo bautizó “Café Sócrates”. Fue a todo tipo de lugares de reunión social desde bares y cafés, hasta colegios y centros sociales y penitenciarios, pasando por orfanatos y asilos, de norte a sur, de este a oeste, recorriendo la Unión Americana para entablar diálogos filosóficos y fundar más espacios de “Café Sócrates”. Pagó los gastos de su bolsillo ganándose la vida como pudo con tal de tener tiempo y recursos para seguir viajando y organizando cafés filosóficos. No fue rico, pero tuvo la satisfacción de hacer lo que realmente le gustó rodeado de gente que hacía lo mismo; por eso se preguntaba si estaba loco, y respondía que sí, pero eso era lo de menos: “No promuevo el Sócrates Café para enseñar; lo hago para que me enseñen a mí. Siempre aprendo más de los demás que lo que ellos aprenden de mí. Cada reunión me permite beneficiarme de los puntos de vista de muchas personas” (Phillips 20).
En cada reunión transcurrida libre y caóticamente, sin ningún orden preestablecido, se suscitan muchas más preguntas que respuestas, más dudas e inquietudes que certidumbres. Frente a intelectuales que creen tener un monopolio de respuestas correctas, se trata de seguir buscando, mediante el diálogo en encuentros horizontales. Las únicas verdades son que siempre queda algo por descubrir y que no hay verdad última. Y toda verdad última puede ser apenas el comienzo de una animada charla.
Por lo mismo “Sócrates Café” no tiene que celebrarse en un café, cualquier sitio es bueno para improvisar, puede ser la cima de una montaña, la calle misma o en alguna iglesia, no hay ningún lugar privilegiado para ello. Y se llama “Sócrates Café” porque es un homenaje al espíritu vivo de Sócrates, a su búsqueda apasionada y vital por el arte de la interrogación dialógica. Sócrates somos todes, cada persona que se atreve a cuestionar sus creencias más firmes.
En tanto podamos mantener una conversación libre, lo más desprejuiciada, relajada, autocrítica y con sentido del humor, estamos siguiendo el método socrático de la mayéutica que no es sino el arte de ser y devenir humanos mediante la palabra justa compartida.
América Latina, un buen café como principio del mundo
Aquí todo comienza y termina con un buen café, romances y acuerdos diplomáticos y eventos artísticos y culturales. Los establecimientos de café han democratizado la cultura cívica del diálogo y la tolerancia política. Han sido escuelas de aprendizaje, creación y procreación de diversos acontecimientos fundamentales para la historia patria y universal. Al respecto el gran poeta y notable ensayista Ramón López Velarde había escrito en un texto próximo a su obra maestra La suave patria, “La novedad de la patria”, una relectura de una cartografía onírica e imaginaria. En dicho ensayo señala que habría que reinventar la noción de patria en América hispánica desde una complejidad multicolor semejante al café con leche:
«Hijos pródigos de una patria que ni siquiera sabemos definir, empezamos apenas a observarla. Castellana y morisca, rayada de azteca, una vez que raspamos de su cuerpo las pinturas de olla de silicato, ofrece –digámoslo con una de esas locuciones pícaras de la vida airada– el café con leche de su piel» (López Velarde 232).
En otras obras López Velarde alude a la mezcla barroca de nuestra cultura e identidad y la vuelve a comparar con la bebida y la comida típicas: el café con leche, el flan, la capirotada. Toda una fiesta de manjares múltiples multiplicados. Por su parte el genio cubano de José Lezama Lima también alude a nuestro ethos barroco cultural y nuestro horno transmutativo que adopta y adapta todo lo venido de fuera a partir de un ejercicio de resignificación local más no provinciano. Y también bajo esa alegría bulliciosa melancólica, el gran escritor, apenas ahora conocido por propios y extraños, Nicolás Gómez Dávila, acuña en sus cuadernos aforísticos denominados Escolios, deliciosas glosas sobre la condición sudamericana insular, que bajo una buena taza de café se dispone a leer en su vasta biblioteca de Bogotá: el ser universal en sus infinitas variaciones. Asume que la vida no es sino un combate cotidiano contra la estupidez propia. Esa misma alegría impregnada del espíritu latinoamericano se deja escuchar a ritmo tropical en Juan Luis Guerra y sus cuatro cuarenta:
Ojalá que llueva café en el campo
que caiga un aguacero de yuca y té
del cielo una jarina de queso blanco
y al sur una montaña de berro y miel
oh, oh, oh, oh, oh
ojalá que llueva café
[Continuará]
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