Una historia que significaría depresión y vergüenza está convirtiéndose en una de orgullo y dignidad.
Es la de Gisèle Pélicot, una mujer que fue drogada durante diez años por el hombre con el que compartió medio siglo de vida, para tenerla inconsciente y ponerla a disposición de desconocidos que la violaran mientras ella dormía.
Se enteró de su infierno gracias a la policía. Su marido había sido visto retratando la entrepierna de mujeres en un supermercado, y ante la revisión de su celular y computadora, se encontraron también cientos de imágenes de ella inerte, violada por desconocidos mientras su marido registraba todo en fotografía y videos.
Lo más asombroso de la historia de Gisèle es que decidió confrontar todo esto bajo la premisa de que la vergüenza le corresponde al otro bando, por lo que solicitó que su juicio fuera público, con la claridad de que no es ella la que tendría que ocultarse, sino sus victimarios.
Esta manera de afrontar lo que ella misma ha calificado como “barbarie” es obviamente propio de una fortaleza emocional y una entereza heroica. Pero también es el resultado de una red de apoyo como la que encabeza su hija, de quien también hay fotografías desnuda en los aparatos de su padre, y quien convenció a Gisèle de convertir su proceso en un símbolo de lucha.
Pero no todo está en las individualidades, también abona a ello un enfoque feminista como el francés que debatió con el movimiento #Me too por considerar que éste tendía a parecerse al puritanismo cuya principal característica es “tomar prestado, en nombre de un llamado bien general, los argumentos de la protección de las mujeres y su emancipación para vincularlas a un estado de víctimas eternas”.
En aquella famosa y controversial carta de cien personalidades francesas entre las que estaba Catherine Denueve se planteaba que “La violación es un crimen. Pero el coqueteo insistente o torpe no es un crimen, ni la galantería es una agresión machista.”
Con ello, iban más lejos de la premisa del “no es no” que se ha convertido en grito de batalla de feministas jóvenes que probablemente viven con menos rigor la educación sexual y social de quienes crecimos bajo la consigna de decir que “no”, aun cuando deseáramos decir que “sí” o tuviéramos la duda.
“Si me dices que sí, dejare de soñar y me volveré un idiota. Mejor dime que no y me tendrás todo el día pensando en el sí” dice Ricardo Arjona, “date al deseo y olerás a poleo” decía mi abuela; “la mujer del César no sólo debe ser decente, sino parecer” decían mis padres; “una dama en la sala, y una puta en la cama” dice la “sabiduría popular”. “Para pretendida Thais, y en la posesión, Lucrecia” desnudaba Sor Juana Inés de la Cruz
El doble discurso sobre la sexualidad femenina nos deja en un laberinto moral sin salida. Y ante la reprobación moral por el “sí” y la sordera ante el “no”, queda el silencio como solución equívoca.
A ese silencio se atienen los violadores de Gisèle que argumentan que suponían que había consentimiento porque no había resistencia, aunque no podía haberla de una mujer literalmente en la inconciencia.
Fueron similares los argumentos de la “manada”, aquel grupo de jóvenes españoles que violaron tumultuariamente una mujer luego de una pamplonada, y que, según dijeron, pensaron que había consentimiento porque no había en su víctima actitudes de resistencia activa.
Esa actitud no es desconocida para las miles de mujeres que entre el shock, el miedo, el asco, la vergüenza y el deseo ferviente de olvidar lo que está pasando, aguantan el nudo en la garganta y aprietan el paso para alejarse de la mano que acaba de tocar sus nalgas; o buscan el recuerdo de un lugar feliz que les permita refugiarse de la mirada lasciva de un jefe abusador; o repasan la lista del mandado o cuentan manchas en el techo mientras cumplen con el deber marital con sus maridos encima en la cama matrimonial.
Pero no más. Ese es el ejemplo de Giséle Pélicot cuando no permite que la carga de la vergüenza caiga en ella y cuando reprocha que su silencio e inconciencia le haga pensar a cualquiera que puedan tratarla como muñeca de trapo.
Con su actitud y ejemplo enseña que calladitas sólo nos vemos más docilitas, pero nunca más bonitas.