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viernes, 19 abril, 2024
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Adobe y desembarco III

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Por: MARIANA FLORES •

La Gualdra 489 / Río de palabras

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Cuando era pequeña, cuatro años, iba mucho al cine. Me llevaban casi cada miércoles o sábado. Cine Continental. Hoy es un supermercado. Recuerdo que mi madre me tomaba de la mano mientras que yo, con la otra, entregaba mi boleto a un viejito uniformado y sonriente. Partía el boleto por la mitad y lo depositaba en una urna gigante y transparente. Ese viejito era mi abuelo Carlos, quien llevaba poco más de treinta años como parte del Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica.

Carlos rolaba por los cines de la ciudad recibiendo los boletos y haciendo limpieza en los baños y en las salas del Cine Bella Época, del Continental, del Reforma y el Palacio Chino… Imagino lo que sería, tal y como lo contaba mi abuelo, que las personas llegaran a las salas de cine con ollas de frijoles, pollos rostizados, tortas, muéganos y gaznates para disfrutar de la permanencia voluntaria. Tanto contraste con que hoy no puedes ni soñar con nada ajeno a la dulcería. Carlos debía limpiar todo luego de la permanencia voluntaria, de las ollas y los gaznates. Contaba mi abuela que a veces, luego de su jornada laboral, llegaba a casa con alhajas que encontraba tiradas en el piso. Hasta un anillo de brillantes le tocó…

Una de las prestaciones del Sindicato eran los boletos que conseguían para los empleados como Carlos, dándoles acceso a las galas y premieres. Él invitaba a Concepción y a sus hermanas para que le acompañaran a echar ojos de cerquita a La Doña, al Indio Fernández, a Dolores del Río y al Flaco de Oro, Agustín Lara. Elegancia.

Recuerdo hoy a mi abuelo Carlos porque he caído en la cuenta de que tengo más de un año de no ir al cine. No sé que pensaría él de que los cines cerraron. O qué diría de las grandes cadenas, de la homogeneización de sus salas, del ocaso de los sindicatos. Y pensar que, apenitas, alcancé a nacer en el hospital del Sindicato del que mi abuelo era orgulloso miembro. A veces paso por ese edificio y todavía conserva el recubrimiento de mosaico color salmón. No es más un hospital del sindicato, es ahora privado, de esos donde te cobran hasta la risa o el llanto.

Carlos, con su salario mínimo por limpiar los cines y recoger los boletos, más las horas extras que siempre buscaba sumar, construyó una vida junto con Concepción. Tuvieron dos hijos, les dieron educación y enfrentaron las vicisitudes de lo cotidiano, no de manera holgada pero sí de forma digna. Las necesidades fundamentales estaban cubiertas, casa, comida, educación y uno que otro lujillo. Mucho de esto se debió a que ambos trabajaron en equipo desde el comienzo. Concepción, entró al quite con los gastos desde que eran novios, con su reparadora de medias. Hasta el día que las medias dejaron de ser artículos de lujo y se conseguían ya desechables en los mercados. Se perdió la elegancia, decía mi abuela, y tuvo que cerrarla.

Concepción cerró para siempre la cortina de su negocio, pero se abrió otras puertas, se puso viva y puso una tienda de abarrotes. Luego, ya con dos hijos, y mientras Carlos trabajaba de lunes a domingo, ella se iba a San Diego por fayuca: pistolas secadoras de cabello, aparatos de sonido, ropa, cremas, pijamas… El vestido de los quince años de mi mamá fue la sensación porque era del gabacho, al igual que un mini tocadiscos donde reproducía a Los Beatles a todo volumen en la fiesta. Un día la migra interceptó el camión donde mi abuela viajaba, la bajaron, la inspeccionaron y le quitaron toda la mercancía. Ya no volvió mas “al otro lado”, pero continuó con la vendimia. Desde que recuerdo siempre vi a mi abuela vender cosas, perfumes, cosméticos por catálogo, yogurt artesanal… y unos ositos miniatura de terciopelo que cargaban unos globos, que a la fecha no he vuelto a ver en otro lado.

Desde la experiencia de este encierro pandémico, pienso en la certidumbre que ambos lograron para sí mismos y para su familia. Lo comparo con hoy, donde planear lo mínimo a largo plazo es para muchos un lujo. Privilegio. Carlos y Concepción planearon cómo vivir. Él planeó trabajar toda su vida en un mismo lugar, tener a sus hijos y hasta a sus nietas en un hospital producto de la seguridad social con la que contaba. Mi abuela pudo auto-emplearse. No dejes que se te cierre el mundo, su frase de cabecera. Arriesgar. Hoy veo lo estrecho que es el mundo ante la incertidumbre, ante la predominante incapacidad de sostener un plan de vida duradero. Sobrevivimos en trabajos sin prestaciones, en el anochecer sindical, con tanto miedo a enfermar como su resultante quiebra, apañando chamba tras chamba

Escribir este tríptico de memorias, de adobe y desembarco me ha permitido valorar la capacidad de planear y de poder definir una trayectoria de vida. Y agradecer a la memoria de los nuestros, que como una vela izada nos recuerdan que cada tiempo tiene su pizca de incertidumbre, al mismo tiempo que sus posibilidades de ser tierra firme.

 

 

*@LaMayaFlores

Dra. en Ciencias Políticas y Sociales. Escritora y profesora.

 

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra_489

 

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