Memoria, verdad, justicia, no repetición, son exigencias que una parte importante de la sociedad mexicana hemos comenzado -poco a poco- a metabolizar, así sea parcialmente, para reconstruir juntos -de nuevo- nuestros lazos sociales, abriéndonos a la alteridad, al sufrimiento de los otros, asumiéndolas como demandas propias. Esas exigencias de la sociedad civil, fueron relanzadas –sin volver a alcanzar las grandes movilizaciones iniciales- a raíz del informe preliminar del GIEI (Grupo de expertos independientes) sobre Ayotzinapa. Entrecruzándose, en este decurso, una plural y diversa serie de procesos y movimientos, aceleraron la autoconstitución -de un tejido asociativo- que logró dar voz, a las luchas de miles de familiares de personas desaparecidas, -y a las víctimas de otros graves delitos y violaciones de derechos fundamentales-, [-desde antes- del 2006 a la fecha].
Se trata de una realidad heterogénea, sangrante, dolorosa, donde la esperanza se abre camino, en medio –y a pensar- de una violencia atroz, endémica, persistente, con diferencias geográficas, y variaciones temporales, donde se pueden constatar –avances o mejoras- pero únicamente parciales, que no modifican -substancialmente- ni el diagnóstico, ni los problemas detectados en las políticas estatales, dirigidas a combatir sus causas. Contra la reducción de la solución a un modelo securitario cuyo eje central [más seguridad= mayor pie de fuerza, más armamento, más cárceles, más represión], se ha demostrado como una estrategia equivocada, en la medida en que estamos ante tramas mafiosas globales, sistémicas, económicas, sociales, que hunden sus raíces más allá del malestar en la cultura. Lo que debería llevarnos a un “compromiso histórico” con exigencias tales como: nuestra propia transformación “antropológica”, y una ruptura democrática constituyente.
Una parte fundamental de ese panorama, se ha sintetizado en un debate, de contenido crucial, alrededor de la “crisis de derechos humanos”, uno de cuyos más recientes avatares, ha sido el Informe “La situación de derechos humanos en México”, por parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Donde por un lado, vemos los esfuerzos del Gobierno Mexicano por darle la vuelta, buscando evitar que la caracterización misma de “crisis de derechos humanos” pueda poner en juego “otro orden de sentido”, otra verdad, esta vez sí -efectivamente- “histórica”, que conspira contra el sentido común instituido, por demás contradictorio, formado por una endeble “verdad histórica” oficial… sin verosimilitud, muy próxima al “grado cero” de legitimidad. Prendida de alfileres, gracias a la labor incansable de los medios de comunicación hegemónicos, y a los restantes apuntalamientos del imaginario social dominante, incluyendo al Estado mismo.
Mientras, por el otro lado, apuntalada por el esfuerzo -hasta ahora sostenido- de familiares, inmersos en un intenso -y muy difícil- esfuerzo de auto-organización, desde la particular perspectiva de los derechos humanos, los diversos movimientos de familiares de personas desaparecidas, y de las organizaciones que les acompañamos consideramos, las aportaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, como un valioso apoyo para continuar construyendo una visión crítica del mundo de significaciones del poder y la política, capaces de permitirnos transitar del dolor psíquico, a la elaboración del duelo; desde ese sujeto sin palabras, al empoderamiento propio de sujetos sociales -y políticos-, capaces de una autoalteridad sostenida, donde las personas –y colectividades- afectadas encontremos -y seamos a la vez- portadores de significaciones capaces de destronar estas “democracias corruptas”.
Lo que debería de conducirnos –en consecuencia- a impulsar un cambio, a transformar un sistema empeñado en establecer un pacto social regresivo [del Estado de derecho al Estado de seguridad], que es antinómico –y antagónico- al mundo común al que aspiramos; basado este último, en la invención de instituciones que nos permitan ir más allá de la actual desestructuración/reestructuración societal, y de todo lo que ella genera de sufrimiento y desamparo a nivel subjetivo -y objetivo-. Creando un mundo común, ligado a una historia, a un presente, y a un provenir donde sea posible vivir construyendo la paz con justicia y dignidad.
Por estas razones hay que estudiar las razones esgrimidas en el pronunciamiento de la sociedad civil, publicadas en La Jornada, que acompañó al Informe de la CIDH, donde destacan que el principal desafío que tenemos en México, es romper el ciclo de la impunidad. Señalando cómo ‘‘Hacer caso omiso a estas recomendaciones significaría, una vez más, el desdén gubernamental hacia una política real que tienda a erradicar las violaciones a los derechos humanos de la sociedad mexicana’’.
Uno de los problemas más graves detectados en ese diagnóstico, es precisamente el de las personas desaparecidas, de ello deriva la recomendación, entre otras, de una Ley sobre desaparición y desapariciones forzadas.
Justamente el Movimiento por Nuestros Desaparecidos en México ha elaborado un pronunciamiento que vuelve a posicionar -con fuerza y claridad- estos temas, pero esperaremos a su publicación para darlo a conocer íntegramente. ■
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