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miércoles, 24 abril, 2024
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La bofetada

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Por: SANTIAGO ALBA RICO •

El profeta Eliseo era calvo. Un día, subiendo por el camino de Bet-el, le salieron al paso unos muchachos que se rieron de su aspecto. El profeta -nos lo cuenta el Libro de los Reyes- se ofendió y «los maldijo en nombre del Señor». Enseguida aparecieron dos enormes osos, se lanzaron sobre los niños y despedazaron ¡a cuarenta y dos! No es, desde luego, el pasaje más edificante de la Biblia; y ni siquiera a mí -que soy calvo desde los treinta años- me hace más cercano y amigable al profeta Eliseo ni a su Dios ceñudo y vengativo.

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¿Podemos reírnos del físico de otra persona? Esa es una pregunta que parece que hemos contestado siempre ya, y de manera tajante, en un mundo en el que los cuerpos se han vuelto al mismo tiempo sagrados y amenazadores. Pero quizás por eso mismo no deberíamos evitarla. ¿Hay que aceptar que los niños se rían de la calvicie de Eliseo? Creo que sí. Los virtuales perdedores -en una relación de fuerza desigual- tienen siempre derecho a reírse de los ganadores. Los niños recurren siempre a la fisiognómica por su poder clasificatorio y empírico, y ello a una edad en que están descubriendo los cuerpos; y en la que no hay nada más chistoso que las cejas hirsutas, los pechos gigantescos o la barriga cervecera de un adulto. Todos los niños tienen derecho y casi obligación de burlarse de sus profesores mediante apodos relativos a sus características físicas, objetivamente risibles, pues todos nos vamos convirtiendo en personajes de comic -o, aún más, de Fellini- a medida que envejecemos. Si el poder tiene una gran nariz peluda, los perdedores tienen que reírse de ella; si la fuerza tiene unas gafas de culo de vaso, los perdedores deben confortarse en el recreo -procurando no ser oídos- a costa de esa mirada miope, gelatinosa y dinosauria. Un chiste malo sobre las orejas trolescas del profe de matemáticas es un legítimo refugio de resistencia y solidaridad moral entre oprimidos.

Ahora bien, por eso mismo, debo añadir, nunca me gustó que se llamara «carapolla» al inepto, irresponsable, ignorante y bravucón alcalde de Madrid. Siempre me pareció una ocurrencia infantil de perdedores despechados mediante la cual nos confinábamos en nuestros pequeños recreos escolares de una izquierda impotente y sin ideas. No tengo ninguna objeción moral al chiste fisiognómico sobre el penosísimo Almeida; puede ser divertido como consuelo grupal en un bar de Madrid. Pero es la peor forma de señalar un poder que querríamos desactivar y desplazar. Revela hasta tal punto nuestra debilidad, al tiempo que enfatiza su victoria, que solo ha servido probablemente para aumentar su desdén y su belicosidad política.

¿Qué pasa, sin embargo, con las burlas fisignómicas entre iguales ganadores? Hace unos años escribí un artículo sobre los límites del humor cuya vigencia aún defiendo y que no voy a repetir. En él decía, en todo caso, que el humor iguala a todos en la mortalidad común y que por eso mismo son siempre los dioses, los dictadores, los emperadores, los que peor aceptan las bromas: no soportan que se les recuerde su fragilidad. Tenemos derecho a reírnos de todo y de todos, escribía yo, porque nos vamos a morir; y si el Yahvé de Eliseo, junto a Franco, Hitler o Stalin, carecían de sentido del humor, y perseguían y mataban a los chistosos, era precisamente porque se creían o se querían inmortales. El humor nos recuerda que todos somos perdedores. El asunto es que, de la misma manera que nuestras bromas fisiognómicas nos infantilizan, la susceptibilidad excesiva frente a ellas nos fragiliza. Si nos ofendemos cada vez más con los chistes de mal gusto -quiero decir- es porque, en algún sentido, nos creemos ganadores. ¿Ganadores de qué? ¿Ganadores sobre qué? De eso se trata. Nos creemos ganadores sobre el cuerpo, que nuestra sociedad ha reprimido de tal manera que solo puede comparecer como agresivo, amenazador o fracasado. El cuerpo, en efecto, ha dejado su lugar a la imagen como matriz de la identidad, sede incluso de la dignidad y del antiguo honor calderoniano. No podemos soportar, en definitiva, que asome nuestra mortalidad entre las costuras de nuestra imagen. El yo en la época de su reproductibilidad tecnológica es un tirano que se amuralla detrás de sus filtros y sus fakes visuales, protegiendo su ilusoria inmortalidad del anclaje en la tierra. Todos somos ganadores en la medida en que no perdemos nuestra imagen; en la medida en que no recaigamos en nuestros cuerpos.

Socialmente, los ricos y los poderosos son los ganadores por excelencia en este combate contra la corporalidad. Su vida, mucho más que la de un negacionista plebeyo de Instagram, depende de no ir nunca con el propio cuerpo a ninguna parte: su fama, su fortuna, su carrera están en juego. No querría ocuparme de la polémica sino de refilón, pero podríamos decir que en una gala de los Oscar nadie tiene cuerpo. Creo que el propio chiste de Chris Rock sobre Jada Pinkett aceptaba estos límites: no comparaba la imagen pública de Pinkett con su cuerpo subyacente sino con la imagen de otra actriz muy hermosa, sin salir en ningún momento de la lógica de los ganadores. Puede parecer más o menos fino el halago, pero se puede concebir también de esa manera: como un cumplido al actual look de Pinkett, al que su problema físico, conocido de algunos, no ha restado belleza. O aún más: cuyo problema físico -estaría diciéndole Rock- no ha conseguido penetrar en tu imagen, a salvo de todo menoscabo real.

El que introduce el cuerpo es su marido, Will Smith, y esto es lo que me parece interesante. Smith reacciona, ¿en calidad de qué? En calidad de propietario. ¿Propietario de qué? De la imagen de Pinkett y de la suya propia. Pero lo hace de tal manera que expone y pierde su propia imagen y resquebraja la de su mujer, cuyo cuerpo, apenas rozado en el chiste, aparece solo ahora, cuando él se levanta del asiento para pegar a Rock. Lo hace, en todo caso, a través de un contacto físico directo que impide seguir ignorando los cuerpos, incluida la alopecia de su mujer, de la que muchos no teníamos ni idea. En un mundo de imágenes siempre ganadoras la bofetada de Smith introduce al eterno perdedor. Smith podría haber pegado un tiro a Rock desde la butaca, manteniendo las distancias; o podría haberle puesto una denuncia millonaria por humillación pública, alejándose aún más de su presencia en el escenario. Smith, en cambio, renuncia a su imagen y se acerca; se acerca tanto que, a través de ese sopapo, remedo de la seriedad y desproporcionalidad de Yahvé, introduce lo que ningún dios tiene y nadie quiere ver: su propio cuerpo, el de Pinkett y, por un momento, también el del evasivo y elegante Rock, que consigue mantenerse como «imagen», risueño e impasible, a pesar del golpe. Lo interesante es que con ese cuerpo entra en aluvión, en la vida de millones de espectadores, el mundo antiguo, terrestre, de la chismorrería y el juicio moral. En un mundo abstracto de misiles verticales y presiones financieras, se nos cuela de pronto la vida de los cuerpos y con ella el barullo caótico de nuestro desconcierto contemporáneo. Twitter ha sido estos días un bullicioso resumen de nuestro cacao mental, de nuestra impotencia para pensar lo que nos está pasando. Descendemos de la geopolítica a los cuerpos y trasladamos también aquí nuestro desorden cultural y nuestra ferocidad emocional. No sabemos qué hacer, no sabemos qué pensar y, cuando nos dan carnaza, tampoco sabemos cómo juzgar. Hemos visto a feministas considerar que todo lo que duela a una mujer es violencia machista o defender a Jada Pinkett, contra Smith, de manera muy masculina, sin preguntarse qué tiene ella que decir del chiste, de la bofetada y del discurso; hemos visto a machistas muy perezrevertianos, hombres y mujeres, exaltando el punto de honor; hemos visto a racistas asociar la reacción de Smith a la falta de contención propia de los negros; hemos visto burbujear, más abajo y de manera menos ideológica, el menudo comadreo de la tragedia ancestral: pasiones oscuras, infidelidades, venganzas. Todas las locuras de nuestro tiempo se han volcado en esa repentina aparición de los cuerpos, incluidas las más nobles del milenario marujeo de otras épocas. Yo añadiré la mía con muchas precauciones y con un poco de miedo. Creo que el feminismo debería reivindicar el «derecho de las mujeres», sobre todo de las «ganadoras», a ser objeto de una burla fisiognómica, so pena de que veamos siempre debajo de la imagen de una mujer un cuerpo perdedor y una víctima ontológica; y creo que un hombre normal (el Gregory Peck de Horizontes de grandeza, por ejemplo) no se hubiera inmutado y desde luego no hubiera usado la violencia; y creo que lo más decisivo de este escándalo y esta polémica tiene que ver con el éxito paradójico de la bofetada indisculpable de Smith: esa disrupción del cuerpo en una frágil burbuja de imágenes, cuya violenta explosión nos vuelve por un momento éticamente terrestres. Y nos revela nuestra confusión y la del mundo en que vivimos.

Durante días me he dicho a mí mismo que no iba a escribir nada al respecto. Luego me he dicho que al menos debía confesar que, en medio del cambio climático, la guerra en Ucrania y la crisis energética, también yo, como todos, me estaba ocupando de este asunto con mal humor vicioso y lenitivo. Los ricos y poderosos son propietarios de sus imágenes, pero son, al mismo tiempo, propiedad de todos. Es una de las pocas propiedades que nos quedan. No podemos venderlos, pero sí juzgarlos. En una relación desigual, el juicio, como el chiste fisiognómico de los patios de colegio, incluso desatinado o de mal gusto, tiene tres efectos: plantea problemas que no sabemos resolver pero que todavía sabemos nombrar, proporciona un cuerpo igual a nuestros desiguales descorporizados y humaniza nuestros mortecinos recreos escolares. La bofetada de Smith es un drama antiguo en un mundo sin cuerpos. De ese contraste se debería aprender aún mucho. O no. Porque las respuestas morales del mundo viejo, puritanas y fanáticas, trasladadas al nuevo de internet, desprovisto de carne, resultan a veces tan descorazonadoras como un misil. Tengo la impresión, de hecho, de que la bofetada de Smith, hace solo diez años, habría pasado de puntillas  y sin huellas, como una anécdota hilarante de gente ganadora en un mundo frívolo y paralelo, y que si hoy genera estos pugnaces debates no es porque el feminismo haya avanzado mucho sino porque el mundo ha retrocedido muchísimo: y que es nuestra impotencia objetiva para actuar, pensar y juzgar la que nos lleva a convertir cada acontecimiento y cada otro en el campo de batalla subjetivo de la derrota de todos.

*Escritor y filósofo

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