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miércoles, 24 abril, 2024
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■ ESPECIAL LA GUALDRA/

Adiós al jurisconsulto Uriel Márquez Valerio, maestro de maestros

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Por: JOSÉ ENCISO CONTRERAS •

No será esta la primera vez que lo escriba, y seguramente tampoco la última: en gran parte somos resultado de nuestros maestros; de todos ellos, tanto de los buenos como de los malos. Fue precisamente siendo estudiante de la Escuela de Derecho cuando afiancé esta convicción, porque hasta el peor de los docentes puede dejar importantísima aportación a nuestra vida. El peor de los profesores contribuye, sin querer, en nuestra formación, sencillamente porque nos está mostrando cómo no ser. 

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Así las cosas, qué podemos decir de los buenos profesores como el doctor Uriel Márquez Valerio. Su compañía se va sintiendo al paso de los años, aunque no se les vea con frecuencia; su buen ejemplo nos alcanza en los momentos difíciles de la vida y, desde luego, también en las circunstancias más halagüeñas. Hace falta asentar aquí que la enseñanza de los profesores a sus alumnos no sólo se irradia dentro de las cuatro paredes del aula, laboratorio o taller, sino fuera de esos espacios propiamente escolares: en la calle, el consultorio, el juzgado, el bufete, en su manera de ir por el mundo. Porque no se me ha de negar que los verdaderos maestros son para toda la vida y para todo momento. 

Estando fuera del país recibí la infausta noticia del deceso del jurisconsulto Márquez Valerio, maestro de maestros, universitario donde los hubiera. No sé en estos momentos la causa de su muerte, solamente que “se quedó dormido y ya no despertó”. Que su último trance fue tranquilo y sosegado, partiendo a la edad de ochenta y cuatro años, lapso que comenzara en el 2 de marzo de 1938, en Villanueva. Fue hijo de don José Natividad Márquez Muro y doña Manuela de Jesús Valerio Escobedo, por quienes fue criado, según solía decir entre sonrisas, “con mucho amor y con nalgadas”.

Estudió la licenciatura en Derecho en el viejo Instituto de Ciencias de Zacatecas, entre 1956 y 1960, obteniendo el grado con la tesis La participación de los trabajadores en las utilidades de la empresa. Y precisamente siendo alumno del instituto, en 1959, lideró, junto con Francisco de Paula Muñoz, entre otros estudiantes destacados, el denominado Bloque Estudiantil, que buscó y conquistó la autonomía de aquel centro educativo. En la UAZ fue profesor, por 36 años, en las escuelas y unidades académicas de Secundaria, Preparatoria y Derecho. Inolvidable profesor de Derecho de Amparo. Director de la Escuela de Derecho de 1968 a 1972. Fundó y fue profesor y director de la Escuela de Economía. Obtuvo en la misma universidad los grados de maestría en Derecho Electoral, y otro en Ciencia Política, en 1993, con la tesis El arraigamiento del presidencialismo en Zacatecas durante su etapa formativa, 1924-1944. Recibió merecidamente el doctorado honoris causa por la misma casa de estudios en enero de 2017.

Agente del ministerio público, en Zacatecas y Fresnillo; procurador general de justicia, de 1961 a 1962, y de 1968 a 1971; secretario de acuerdos del juzgado civil de la capital, en 1963; juez primero del ramo penal, de 1963 a 1964; defensor de oficio, de 1964 a 1967, y magistrado presidente del Tribunal Superior de Justicia del Estado, de 1973 a 1974, y nuevamente de 1992 hasta mayo de 1995; secretario general del gobierno zacatecano, de 1974 a 1980, durante la administración del general Fernando Pámanes Escobedo. 

Militante del PRI; diputado presidente de la legislatura local en Zacatecas, en 1974 y 1995; presidente del Colegio de Abogados de Zacatecas, de 1966 a 1968; miembro de la Academia Mexicana del Derecho del Trabajo y de la Previsión Social, del Instituto Iberoamericano del Derecho del Trabajo, y de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística en Zacatecas; integrante del Ilustre y Nacional Colegio de Abogados de México.

Coautor de las Memorias sobre la problemática política de Zacatecas, editada por la LIII legislatura local. 

Jamás negaba a sus alumnos y ex-alumnos una consulta o asesoría, sin importar la circunstancia y la coyuntura. Recuerdo ahora mismo cómo, al estar prestando nuestro servicio social en el Bufete Jurídico de la UAZ, a un compañero y a mí ―imberbes leguleyos inexpertos, de poco más de veinte años y medio pendejos― se nos puso color de hormiga un asunto laboral representando a los trabajadores, en el que el viejo abogado patronal resultó ser una auténtica chucha cuerera del foro local. La profesora encargada del bufete se asustó más que nosotros quizá, de tal manera que nos envió urgentemente ante el maestro en busca de consejo y para que revisara nuestros escritos antes de la inminente audiencia de conciliación. En ese tiempo el jurisconsulto se desempeñaba en un cargo importante, e interrumpiendo sus labores, no dudó en recibirnos de inmediato, sin hacer antesala, revisando con calma nuestras promociones, animándonos y haciendo las recomendaciones del caso. Así era el compromiso del maestro con la docencia y con los universitarios.

Don Ángel Osorio, autor del celebérrimo libro El alma de la toga, se preocupó por diferenciar cuidadosamente los significados de licenciado en Derecho, por un lado, y de abogado, por el otro. En el primer caso se trata de una carrera universitaria, dice don Ángel, y en el segundo, de un oficio que se puede ejercer como profesión. Una cosa es lo que dice el título universitario y otra la labor del graduado. “Basta, pues, leerle para saber que quien no dedique su vida a dar consejos jurídicos y pedir justicia en los tribunales, será todo lo licenciado que quiera, pero abogado no”. Uriel Márquez era ambas cosas y aún más. Mientras no estuvo en la administración pública siempre fue abogado litigante. De gran prestigio fue aquel despacho que montara junto con otro distinguido abogado y maestro de generaciones, el licenciado Jesús Gutiérrez Vásquez, ubicado en la avenida Hidalgo, que durante toda una época fuera la zacatecana rúa de los abogados, con todo y La Escondida.

En perspectiva, nuestro jurisconsulto enseñaba, a sus alumnos, a ser varias cosas: lectores, hombres cultos y algo historiadores, pero sobre todo a ser abogados. “No es necesaria una mente privilegiada o ser un genio para convertirse en buen litigante ―solía decirnos a sus alumnos de Amparo―, lo que se necesita simplemente es ser constante”. Mas tampoco se trataba el ser abogado y nada más, porque el derecho no explica nada por sí mismo, hay que enterarse, y enterarse bien, de otras disciplinas como la economía, la política y la historia, no queramos ver todo solamente a través del culo de la ley, afirmaba sonrojándose un poco. Su verbalismo no era cualquier cosa, era retórica de la buena, en el mejor sentido de la palabra, en el sentido del buen decir, del argumentar para conmover y, sobre todo, convencer a aquella su audiencia de mocosos estudiantes de Amparo, que es juicio, según decía con toda razón, en que para bien ejercerlo hay que saber de todas las disciplinas jurídicas, porque es, cito textualmente: “el resumidero del derecho, de todo el sistema jurídico mexicano”.

También tenía algo de etimologista, es decir, cierta obsesión por encontrar la raíz, el origen de las palabras. Con meticulosidad de dentista, llegada la ocasión gustaba de ir desmenuzando el significado de un término, especialmente si era usado en el litigio o en la docencia, haciendo partícipes a sus alumnos en cada disección lingüística. Impecable en sus escritos presentados ante los tribunales, se daba el lujo de ser crítico en grado hilarante, de dos tipos de redacción forense rascuache muy frecuentes: la loca verborrea pseudo-técnica, por un lado, y el analfabetismo funcional de la escritura forense, por el otro. Evocaba a Piero Calamandrei, ilustre procesalista italiano que recomendaba a todo abogado que sus escritos, dirigidos al juez, fueran siempre muy claros ante todas las cosas, para ser entendidos no sólo por el juzgador mismo, sino hasta por el intendente que barriese el juzgado.

Fue proverbial su bibliofilia. Personalmente, por motivos de trabajo, cuando fue mi jefe inmediato en el Poder Judicial, tuve la fortuna de visitar, aunque muy de carrera, su biblioteca particular, para la que mandó construir libreros e instalaciones de primer nivel, proporcionando a su amplia colección espacio de mucha dignidad en su casa. Muchos de nosotros guardamos, en la memoria, la imagen clásica de toda una época del maestro: caminando por la calle rumbo a su oficina o despacho, cargando trabajosamente brazados de libros con los que laboraba en ese momento. El licenciado Guillermo Huitrado recordaba cómo uno de sus colegas, pero de pocas luces, por cierto, al encontrarlo con aquel cargamento le increpó un día con impertinencia burlona diciéndole: “¿para qué cargas tanto libro, Uriel? Mira, yo los llevo aquí”, señalándose con el dedo índice la frente para sugerir que los llevaba ya leídos, en la mente. El maestro respondió como esgrimista: “sí que los llevas ahí, pero hechos piedra”.

Mis muy sentidas condolencias para su apreciable familia. Descanse en paz nuestro jurisconsulto, maestro de maestros. 

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