El más reciente escándalo con epicentro en la cúspide del poder en México resulta asaz ilustrativo, y aun didáctico, con respecto al funcionamiento de la maquinaria del Estado, y más concretamente su cabina de mando.
Una práctica habitual entre nosotros, desde un tiempo más largo del que podemos recordar, ejecutada por un personal (cada vez más) numeroso, especializado y bien remunerado; endémicamente denunciada e igualmente desmentida; y que según indicadores diversos a lo largo de la última década experimentó un crecimiento exponencial; a saber el espionaje ilegal por los distintos gobiernos (y no sólo ellos) contra cualquiera se sitúe dentro de ciertas coordenadas; y que hasta ser documentado, a través de un bien confeccionado reportaje de primera plana, por el New York Times, cobró urbi et orbi su verdadera dimensión; obligando de esta suerte a a dar la cara a un reticente titular del poder ejecutivo federal; quien en el curso de una rutinaria inauguración e ignorando insólitamente el teleprompter proverbial profirió una alocución que si bien torpe de sintaxis, ayuna de concordancia, etcétera, resultó muy consistente en la exhibición de su emisor, quien comenzaría por negar las acusaciones implícitas en el texto aludido, proseguiría banalizándolas y terminaría increpando a sus autores, empero sobre todo a sus fuentes, y amenazándolos con represalias judiciales…para recular horas después en reacción a un twit del corresponsal del periódico de referencia.
Lo ilustrativo de la pieza oratoria en cuestión, así como de la retractación posterior, radica en la remoción de un maquillaje elaborado a base de corrección política postiza, poses falsamente conciliatorias, similares y conexos; y en que revela el rostro real de un personaje elemental, autoritario, reñido con la transparencia, despectivo hacia sus gobernados y medroso hasta la sumisión frente a las potestades externas.■
