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viernes, 26 abril, 2024
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Hugo Medina: los poemas y la tonada oscura de lo real

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Por: RICARDO SOLÍS* •

La Gualdra 571 / Poesía / Libros

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Tesis, antítesis y síntesis son los tres elementos que constituyen el proceso de la dialéctica, definida como técnica y método lógico para analizar o descubrir la realidad. Ahora, en la teoría filosófica de G. W. F. Hegel, los tres elementos son las fases de un proceso evolutivo del espíritu humano que se repite a sí mismo por la búsqueda de la verdad; el alemán afirma que toda realidad humana –pensamiento, conocimiento, historia, evolución, relaciones de poder o sistema político– surge en principio de una tesis, que provoca una contradicción denominada antítesis y finalmente emerge una síntesis, la superación de dicha contradicción que genera de nuevo otra tesis para perpetuar así el proceso.

Esto viene a cuento porque la estructura de Atractores extraños (Typotaller, 2022), libro de poemas con el que su autor, Hugo Medina (Hermosillo, Sonora, 1979), ganó el Concurso del Libro Sonorense en 2020, se sustenta en la tríada metafísica y, además, esto no resulta extraño cuando uno repara en que de los epígrafes que abre el poemario, el segundo es de Hegel, aunque el primero –de Heráclito– deja en claro que la proposición genérica de “analizar” y “descubrir” lo real, pasa por la admisión de que “todo nace de la discordia, la armonía del mundo surge de causas opuestas”; así, los poemas dan cuenta de un juego de oposiciones en que se funda la materia de un discurso inestable, armado de diversos componentes: la paternidad, el ser hijo, la ausencia del cuerpo y la palabra, la presencia patente de los referentes que fincan lo real, desde un desodorante hasta el recuerdo de una canción de Audioslave.

Un solo poema destapa el frasco de las esencias, establece las reglas en la primera sección del libro y nos prepara para el grueso de la materia poética: la constancia sonora del flujo pausado, extendido, del verso; el perfil angélico que toman el hijo y la voz que de él nos habla, como una prueba (entre muchas) de “la traza de todas las especies”, lo que nos hace semejantes al resto, la promesa de volver que se hace a un hijo, envuelta en las líneas de una canción escrita por Noel Gallagher (sí, ese músico inglés del grupo Oasis).

Tal vez deberíamos decir, primero que otra cosa, que este libro es poderosamente autorreferencial, una serpiente que se muerde la cola pero, a un tiempo, asume sus otros rostros para insistir en los paralelismos, el espectro angélico donde se funden padre e hijo, la palabra como centro germinal donde la escritura se define a sí misma en su aspiración de orden, una forma de volver a esa “verdad” que justifica la impronta hegeliana, lo que Carlos Mal describe –en su texto de contraportada– como “dar cuenta del tejido del cosmos”, siempre a través de una mirada que reconoce en la muerte su destino, pero se zambulle en el dolor para recuperar algo de sí misma que se transfigura en el lenguaje espeso de cada poema, sobre todo en la tercera sección, donde se disuelven las contradicciones, y así la vista describe al yo: “persigo mi mente sobre caminos empedrados, […] despierto en la habitación al otro lado de mi sangre”. La consciencia adquiere plenitud en estas palabras, la poesía vuelve a ser aquello para lo que suele ser convocada, la sustancia de un fracaso que permita atisbar algo de lo que somos.

El universo, la verdad, las claves que los unen y construyen; en Atractores extraños la cercanía del final va salvando el entumecimiento o parsimonia de las palabras, la voz es consciente y admite que “me invento un lenguaje que ha de correr contra el ruido que me lanza el mundo”, y es justo ese ruido –estruendo atemperado que estremece– el que exhibe “la discordia”, las “causas opuestas” que cimientan la verdad y el cosmos.

En el poema final (que lleva en su título la palabra “comprobación”) se decantan las arenas discursivas; el texto es evidencia y, también, la despedida forzada en las páginas 96 y 97, la reiteración de “el agua y el fuego de Heráclito” pero en la representación gráfica de un fractal, una imagen “nueva” pero rara y reflejante, una pieza de rompecabezas que se multiplica y se parece a sí misma en cada representación para, en el verso último, desvelar el hecho concreto, que “la muerta no es más que un atractor extraño.

De esta forma, la estratagema apuntó siempre al centro del blanco: todo fluye hacia la muerte, uno de los rostros de la ausencia pero, también, presencia angélica que en ocasiones habla por boca del padre, aunque es en el hijo donde se torna concreto: podrá en su pequeñez ignorar las consecuencias de lo que ocurre en la sala de un juzgado de lo familiar, dibujar un tigre, describir la mirada de un gorila, ser la sustancia del manuscrito, estar “en la orilla de un crimen dialéctico” que no alcanza a descifrar la verdad que será la pesquisa de estos poemas, señales luminosas pero atractores extraños al fin, creaturas léxicas condenadas a no alcanzar a decir mucho, a ser ausencia (uno de los disfraces trágicos de la muerte).

Finalmente, de regreso en el principio, Hegel puede probablemente arrojar luz desde su epígrafe, antes de la sucesión de poemas, donde cada uno “se hunde en la noche de su autoconciencia”, pero el ser se mantiene en ella para transformarse en “una nueva figura del espíritu”; el objetivo es admirable, la odisea verbal que ha tomado casi cien páginas nos entrega poemas cuya calidad sombría será de ayuda para dar con el brillo que no se aprecia en la superficie de las frases, para ello hay que ahondar y emplear de nuevo la triada dialéctica.

 

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra_571

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