En estas mismas páginas hemos escrito en diversas ocasiones de la necesidad, cada vez más apremiante de un consenso mínimo indispensable para hacer funcionar nuestra democracia, y para atender los inherentes retos de nuestro país y nuestra circunstancia. Es cierto, que el relativo acuerdo que vino con la transición democrática, contrajo consigo la percepción de un pacto entre las élites políticas y económicas, que desatendieron, ya satisfechos con tal legitimidad, la imperante necesidad de las mayorías, cuyas condiciones no mejoraron con la inmediatez que prometían los reformadores. Y aunque nunca hubo un consenso total, ni dejaron de escucharse y aparecer las voces que demandaban atención a la desigualdad, la pobreza, la corrupción y otras tantas exigencias, lo cierto es que la relativa conciliación que culminó con el Pacto por México, que fue un ejercicio pleno de gobernabilidad, no atendió ni se dio por enterada, que la democracia ya no se comprendía solo en su vertiente electoral-representativa, sino que con el paso de los años del nuevo milenio, se volvió cada vez más compleja y requería dotarse de legitimidad en la sociedad en su conjunto, a través de mejores estrategias de comunicación, pero también de inclusión, de convertir a todas las personas (o al mayor número posible de ellas), en agentes que incidieran en la vida pública, así como la interacción constante entre representantes y representados en una lógica horizontal. Todo lo anterior, nos puede servir como antecedente que justifica, que, en algún momento, el relativo consenso se rompiera y viniera consigo una necesaria confrontación entre proyectos de país, entre formas de hacer política y, entre las concepciones de gobernabilidad (representativa) y la de gobernanza (participativa), ambas como mecánicas distintas, aunque no excluyentes, de ejercicio del poder. No podemos ignorar ni la causa, ni la consecuencia. Sin embargo, una vez logrado el temblor, y el caos, que permita una “destrucción creativa”, aún cuando no se coincida con ella (el autor de estas líneas se define reformador), es necesario comprender que no se puede, ni las condiciones del país soportarían, un período largo ni siquiera más allá del corto, una confrontación con aires de polarización. Los recientes episodios de la política nacional (el ejercicio de la revocación del mandato, la discusión de la reforma constitucional en materia energética), nos dan muestra que ni la clase gobernante ni la opositora, parecen entender que, sin un consenso mínimo, se podrán atender situaciones cada vez más apremiantes, dolorosas y de cruenta perspectiva. Si no conciliamos un proyecto base de país (generalmente éste se encuentra en la Constitución, pero pareciera que esa hoja de ruta ya no nos es suficiente), será imposible que nos enfoquemos en atender con una perspectiva seria de solución la violencia en todas sus perversas facetas, la desigualdad, la corrupción y cada vez más, el cambio climático. La responsabilidad de las élites hoy no se encuentra solo en pactar, sino en buscar las formas de conciliación incluyentes, con mucho mayor alcance, amplitud, transparencia y voluntad política, para que hagamos funcionar nuestra democracia, desde la base, pero también en sus ramas operativas e institucionales. De otra forma, perderemos el tiempo que hoy ya no tienen miles de víctimas de los desafíos que ya hemos nombrado. La política debe recuperar su vocación conciliatoria, de negociación, construcción de acuerdos y equilibrio democrático entre voluntades e intereses legítimos en un régimen de libertad ¿es posible un consenso, aunque sea mínimo? Deliberar al respecto es el primer paso para averiguarlo.
@CarlosETorres_