La Gualdra 467 / Río de palabras
No quiso nunca confesarle el por qué de su mirada triste, simple y sencillamente dejó pasar el tiempo hasta que ese rostro, casi gris y desencajado, se le volviera tan común que no volvería a notar la diferencia entre la lozanía de los primeros días y ese rostro que se fue ensombreciendo conforme los años se fueron acumulando. Lo que sí notó fue el cambio de su voz, aunque en realidad no hubo cambio; simple y sencillamente la voz se le fue acabando. De ser una persona que expresaba sus ideas hasta dos o tres veces de diferente forma para tratar de explicarse, pasó a la comodidad lacónica de responder con monosilábicos. ¿Quieres comer cereal con leche? Sí. ¿Te gustaría salir a dar la vuelta? No. Y así con cada interrogación que se le formulaba. Fue hasta que ya no fue posible un cambio que se dio cuenta: ese pequeño demonio de la depresión; sí ese, que todo mundo cree indefenso, hasta que le toca sentir su rigor de cerca: se había apoderado de él. Nunca lo dijo, nunca quiso confesarlo. Tal vez, de haberlo hecho, se pudiera haber revertido el daño. Tal vez, los medicamentos y terapias hubieran sido un paliativo para poder ahorcar por el cuello a ese demonio morado.
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