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viernes, 3 mayo, 2024
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Pero no, no podría ver la cara de los asistentes al velorio…

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Por: Rodrigo Ramírez del Ángel •

La Gualdra 605 / José Agustín / In Memoriam

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Descubrí dos veces a José Agustín y le debo, para el beneplácito o desgracia de la comunidad lectora, mi carrera. Él no lo supo, nunca lo conocí. Lo agradezco porque no querría que alguien a quien admiré tanto, cargara con la culpa de haberme formado como escritor. Antes de leer La tumba, yo era un adolescente que escribía en internet de manera accidentada y con Los Simpsons siendo mi mayor influencia literaria. Leía, también, desordenado e intempestivo lo que se cruzara delante de mí, y para ese adolescente, esas lecturas —algunas canónicas en la carrera de letras (a la que nunca entraría) y otras formativas para casi cualquier escritor en ciernes (lo cual no me consideraba en ese entonces) —me parecían un artefacto cuyo origen lejanísimo labraba mundos que podía ver, mas no residir, hogares imposibles de hacerlos míos. Fueron traumas propios de mi formación, supone a veces mi terapeuta, los que me contagiaron de una perpetua sensación de ser extranjero en mi propio país, ciudad y casa. 

De manera poco conspicua llegó a mis manos La tumba y leerla fue verme, por primera vez, en una página. La adolescencia es la peor etapa de la vida y quien la añore quiere decir que tiene mala memoria o una crianza basada en películas del canal 5. Leer, en esa etapa, a un escritor que con frases como “pude percibir que Paco Kafka podía ser considerado como un mediocre cualquiera, con sólo basarse en la crítica de los circulo​literario​modernistas”, podía captar de manera tan precisa la rabia, el cinismo, el sarcasmo, la burla, el nihilismo y las maquinaciones de superioridad intelectual que la terrible adolescencia provee, generó en mí dos situaciones: un proceso de transformación a un adolescente aún más payaso que fantaseaba con odiar el mundo mientras miraba mi techo (que no era azul) escuchando a Wagner; y, el convencimiento pleno de que la literatura podía ser algo que me trastocara de manera tan profunda que saldría siendo otra persona una vez cerrado el libro. Una de mis tantas mañas lectoras es que cuando un libro me gusta tanto, pero tanto, no lo vuelvo a abrir porque como lector entiendo que no siempre son las palabras escritas lo que mueve, si no el entorno, el momento, el contexto, lo que sucede dentro de uno y al rededor. Fue tanta mi obsesión por no volver a leer La tumba que regalé mi ejemplar. ¿Por qué arruinar algo tan bello con una relectura?

Cuando la noticia de su inminente muerte fue vastamente exagerada (hasta que no lo fue), rompí mis reglas, lo cual se me ha facilitado a lo largo de mi vida, y releí La tumba. Confirmé lo que ya pensaba: el libro llegó a mí justo a tiempo. Ese fraseo, ese enojo y la leyenda, muy cierta, de que lo escribió a los 17 años, era lo que el Rodrigo adolescente necesitaba para comenzar a dilucidar un camino literario, y, regresando a lo que dice mi terapeuta, a encontrar un padre literario (y aún así me tomó varios años decantarme por la escritura). 

Al hacer mi relectura, temía que podría pasar como cuando recomendé en mi casa, con el idilio de haberla gozado de joven, One flew over the Cuckoo’s nest, lo cual terminó siendo un evento traumático para mí porque, de manera discreta, entendí y defendí a la enfermera Ratched y más: envidié a los pacientes que por decisión propia se internaron en el hospital psiquiátrico. Fue evidencia de que la vejez temprana y monástica en la que me he hundido, si uno se distrae, te acerca peligrosamente al proto fascismo (pero en verdad ¡Randle era pederasta!). Sin duda, la rebeldía juvenil pierde romanticismo cuando comienza el dolor de espalda. Con frases como ésta es claro que José Agustín hubiera sentido vergüenza de conocerme. Pero, debo aclarar, que me llenó de alegría que al releer los 16 años de Gabriel Guía y frases como “Estaba hundido en un sillón, en la biblioteca de mi casa, viendo a mi padre platicar con el señor Obesodioso, que aparte de mordiscar su puro, hablaba de política (mal)”, me remontaron, no a la adolescencia, si no a cualquier evento formal y oficial por el que tuve que pasar el 2023, a mis 37 años, escuchando a panzones medio briagos creyendo que saben de lo que hablan, y me descubrí alegre de que esa rebeldía, picardía y rabia todavía estén dentro de mí. Tal vez no estoy tan perdido como creía. Y me sentí aún más alegre de que encontré recursos, ideas y personajes que se quedaron tan adheridos a mi subconsciente que los he venido usando, casi sin saberlo, en mis permanentes y tercos intentos de escribir novelas, en cuentos y en mis tribulaciones diarias acerca de mi otrora juventud punketa, como el concepto que titula este dizque texto que leen: la idea de que no me he suicidado porque no podré ver quién asistirá a mi funeral. Me fue inevitable sonreír al redescubrirlo, y le di las gracias de haberme dado tanto con sólo su primer libro, de lejitos, susurrando, calladito, para que no sintiera pena. 

 

*Rodrigo Ramírez del Ángel (1985) es un músico frustrado y escritor veracruzano que residió 18 años en Monterrey y que ahora vive un autoexilio en la capital del país. Ha sido becario del PECDA y del Centro de escritores de Nuevo León, así como ganador del Premio Nuevo León de Literatura 2020 con Dinero para cruzar el pueblo y del Premio nacional de cuento corto Eraclio Zepeda 2022. Es, entre otras pocas cosas más, un obcecado en destruir mitos.

 

 

 

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