En 2020 apareció Capitalism Alone, del destacado economista político Branko Milanovic. Ahí pasa revista a los últimos siglos y acaba postulando una tesis de gran calado y visión: por primera vez en la historia de la humanidad, hay una sola forma de producción: el capitalismo. Podría tratarse de una versión más, sin duda consistente e ilustrada, de lo que ha empezado a entenderse como una nueva fase de la globalización, una vez desplegada una crisis que no pocos la consideran como final de lo que conocimos como la híper globalización o globalización neoliberal.
Branko asume la implantación desplegada a lo largo del siglo por los poderes del globo y apunta una hipótesis con la que habrá que lidiar, no obstante, la irrupción del malabarismo proteccionista de Trump y su banda, también de ambición globalista, pero por otras vías y modos.
La posibilidad de convertir en objetivo global la superación del trilema expuesto años antes por Dani Rodrik (La paradoja de la globalización, España, Antoni Bosch editor, 2022), se vuelve bruma, y la recomposición hegemónica postulada por Trump y su paranoia no parece tener como desembocadura sino el uso desfachatado de la fuerza real y virtual.
Hoy, más que el trilema entre soberanía, democracia y globalización, que postulara el profesor de Harvard, lo que vivimos es una encrucijada que, para muchos, es un callejón sin salida. Lo que se ofrece, desde la cumbre trumpiana, es una suerte de sumisión soberana que no tiene que ver con un ejercicio racional de la soberanía, como ha sugerido la presidenta de la República, tampoco con el pronto disfrute de una globalidad generosa, como se nos ha prometido desde hace ya más de tres décadas.
Qué lejos parece estar el mundo –y nosotros con él– del camino reformador más inspirado en el pensamiento neoliberal, convertido ayer en fórmula política e ideológica de alcances universales. Recuérdese cómo esa construcción ideológica marcó una época de promociones con un propósito maestro: la construcción de un mercado mundial unificado que, al coronarse con una democracia liberal comprometida con los derechos humanos daría fin a una historia dominada por las ideologías y abriría el camino a una sociedad internacional destinada a la prosperidad y el respeto universales.
No cuajaron esas imaginerías, y poco se recuerdan aquellas bravatas de la primera ministra Thatcher o el presidente Reagan cuando anunciaban la buena nueva: no hay más camino que el nuestro, el del neoliberalismo militante. El Estado, dirían jubilosos, no es la solución, es el problema.
Hoy, frente al fantasma del proteccionismo que ha empezado a recorrer y a apoderarse del mundo, los mexicanos tenemos que asumir que hemos estado en falla en una de las asignaturas clave sobre la relación entre comercio y crecimiento: no nos planteamos la necesidad de interiorizar las indudables ganancias del comercio exterior que con el tratado irrumpían. Se dejó a la magia del mercado, con la mínima intervención estatal, tal siembra de dichas potencialidades y ahora tenemos que reconocer los magros resultados que, en términos de desarrollo, nos ha traído la globalización.
No puede culparse a esa globalización por el estancamiento estabilizador que hemos vivido en lo que va del siglo. Fueron la aldeana obsesión estabilizadora y la renuncia al Estado como fuerza articuladora del cambio necesario en las finanzas, la inversión y la política industrial, los vectores del no desarrollo mexicano, y es en esa matriz donde hay que empezar para remontar las iras trumpianas y ofrecer a la sociedad mejores panoramas.
Ahí vamos a encontrar los núcleos duros cuya superación progresiva es condición sin la cual nuestros arcanos sueños de modernidad y prosperidad seguirán durmiendo en los arcones de la (mala) memoria mexicana. Y ninguno de esos nudos se va a superar negándolo, como tampoco el bienestar anhelado por millones se volverá realidad decorando bardas y discursos con esa bendita palabra, ¡bienestar!
En la emergencia hemos perdido una oportunidad para afinar nuestras reflexiones. Tanto en el Plan Nacional de Desarrollo como en el Plan México se soslaya el reto acumulado de 30 años de un crecimiento socialmente insatisfactorio y se deja de lado la tragedia de una inversión pública y privada por debajo de las más elementales angustias colectivas. El trabajo y sus deformaciones salariales y precariedad institucional se atiende como un asunto sectorial más, cuando por demografía y presencia masiva debería estar en el centro del discurso nacional.
Este breve y apresurado inventario de carencias y omisiones tiene que volverse el principio de una reflexión nacional cuyos puntos de llegada sean la reforma del Estado, empezando por la financiera y la construcción de un nuevo pacto social para el desarrollo con democracia y justicia social. No hay de otra, porque allá afuera espantan.