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miércoles, 24 abril, 2024
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El turismo rural como una forma de comercialización y la antropologización de la vida comunitaria

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Por: IRIS JUAREZ •

Apropósito del documento “Uso tradicional de las plantas me- dicinales de  la  comunidad ‘El Chiquihuite’, Susticacán, Zacatecas” y los muchos co- mentarios que el resultado

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pueda generar. Hay que cuestionar cómo la comercialización paupérrima de los espacios rurales y ecológicos ha sido el fin y no el medio para mejorar la condición de vida de los habitantes. De este modo, el entorno se explota de diferentes maneras por el sector público y privado,  quienes,  poco  respetan el contexto sociocultural. Por tanto, invito a pensar en el trabajo, que ocho mujeres y dos hombres de la comunidad, concibieron como una condición para  preservar  y  hacer  uso de su conocimiento histórico-empírico. Y si bien, la gestión de los pobladores sirvió para acceder al Programa de Apoyo a las Culturas Municipales y Comunitarias (PACMYC) en el presupuesto 2016, el resultado de dicho ejercicio, arrojó un catálogo de plantas y hierbas de uso tradicional que se aleja de los textos anecdóticos y que debe leerse como un manual etnobotánico, un discurso de divulgación a partir del conocimiento comu- nal, que no ocupa del lector, ningún tipo de noción científica. No obstante, el grupo fue asesorado por la consultora Gestión para el Desarrollo Social y Ambiental1, trabajo que enriqueció y cotejó el conocimiento tradicio- nal de la comunidad con las propiedades de las especies categorizadas.

Entonces, surgen preguntas, que hasta donde se alcanza a ver en el documento que- dan a resolver. ¿Es un trabajo comunal para los zacatecanos y no para la mercantiliza- ción? La respuesta es, sí. Así pues, ¿qué hace diferente a este esfuerzo de la comunidad a  la mercantilización antropológica del  dis- curso desarrollista del turismo rural? Bien, la respuesta es interesantísima y hasta cierto punto reaccionaria. Porque, ¿acaso no es una visión exótica e idílica vender  la  tradición de las comunidades?, más allá de la derrama económica que se le propone a la comunidad.

¿Acaso no es un: “No viajes, vive en…”?

Lo primero sería pensar en la definición  de “turismo rural” y cavilar si la iniciativa representa un balance positivo para la comu- nidad. Lo cierto es que hay una presión del modelo neoliberal, que obligan a la población de un sitio específico a migrar o buscar otras formas de sustento. Y el turismo como una actividad lucrativa, bajo la lógica de oferta- demanda, será siempre, ante la solicitud de la tradición por parte del consumidor, una alternativa. Y por definición, el turismo rural es “cualquier actividad turística o de esparci- miento que se desarrolle en el medio rural y áreas naturales, compatibles con el desarro- llo sostenible, lo  que  implica  permanencia y aprovechamiento óptimo de los recursos, integración de la población local, preserva- ción y mejoramiento del entorno” (Martínez, 2000). Si se analiza la definición y se sujeta a la amabilidad institucional implícita, el me- joramiento de las condiciones de vida es una respuesta lógica. Es decir, se buscan mejores las condiciones para los visitantes urbanos,   y por ende, hay un mejoramiento moderado en la forma de vida de la comunidad. Lo que precisa que la población gestione y regule el ejercicio económico, y no que los privados se apropien de los espacios, esto desde lo lucrativo. Pero qué hay del aspecto histórico- cultural, del valor que le da el mercado a la comunidad a partir de lo atrayente que pueda llegar a ser. Este es el punto nodal de la dis- cusión, ¿es suficiente la derrama económica  a cambio del mercantilismo antropológico del turismo rural?

Pero exactamente qué se entiende como mercantilismo antropológico, es simple, se entiende la compra venta de la tradición en una lógica neoliberal. La visita a las comuni- dades a observar al Otro, a ese que considera- mos diferente, el que vive en el no desarrollo y no progreso, al  que el  Estado no  alcanzó, y que de algún modo, representa un pasado romántico. El paisaje de una película de “El Indio” Fernández o un mural de Siqueiros.  Lo que atrae al consumidor de  turismo ru-  ral es lo intrigante, y no que la comunidad decida gestionar sus recursos y tradiciones como destino turístico, esto cuando no son arrojados a la competencia o concesión a privados. Hay una necesidad, gestada por la idea de modernidad y globalización, que nos lanza a pensar al rural, al campesino, al indí- gena como el Otro del pasado. Mario Rufer (2012), uno de los pensadores más lúcidos de lo poscolonial, trascribe una entrevista donde don Efrén2 quien dice: “acá nadie quiere volver a las tradiciones. Queremos tener derechos [..,] porque lo extraño es que ya no somos muy distintos, acá ni siquiera somos indios […]. No somos distintos, no- más somos pobres”. Con  esta narración no se pretende victimizar a las comunidades, es un derecho de cada una de ellas compartir o guardarse sus costumbres, espacios y tradi- ciones. La cuestión es más simple. El turismo rural es una alternativa económica para las localidades, mientras que en los turistas de- nota una conciencia poscolonial. Asimismo, se propone al documento de “El Chiquihuite” como una manera de la comunidad de com- partir, bajo sus términos y con sus palabras, el conocimiento empírico que la  población ha gestado generación tras generación, un conocimiento que es tradición y a la vez científico.

 

M. en C. Martha Celia Escobar, Biól. Griselda Guerrero, Biól. Ariel Delgadillo e Itzel Alejandra Esparza. 2 Miembro de la comunidad de Quilino en  la  zona norte de Córdoba Argentina, un espacio que Rufer (2012) ha sido un espacio históricamente rele- gado por la política del  Estado-nación.

 

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