15.3 C
Zacatecas
jueves, 28 marzo, 2024
spot_img

El Canto del Fénix

Más Leídas

- Publicidad -

Por: SIMITRIO QUEZADA • Admin •

Desde abajo

- Publicidad -

Respeto y aprecio mucho a quien ha luchado desde abajo, desde lo poco que le ha tocado ser pero con todo lo que le ha tocado ser. Lo escribo con aprecio infinito porque considero que he crecido entre gente así. Una de las herencias más grandes que me regalaron mis padres fue haberme lanzado a la calle a mis siete años con la consigna de regresar dos horas después sin mercancía y sí lleno el quimil de monedas. Podría decirse de modo torcido que era yo un gran patriota: llevaba a la casa muchos Morelos e Hidalgos metálicos después de vender dulces de tamarindos “tarugos, robustos, con bastante piquín espolvoreado” y a partir del año siguiente treintenas de gelatinas, fresquecitas las gelatinas.

A mis siete años comencé a conocer y platicar con viejos y viejas que lucharon a brazo partido contra un sistema que entonces no admitía grandes cambios. Generalmente finalizaba mi venta frente a algún anciano que, después de comprar los postres a sus nietos, me platicaba sobre riesgos, luchas y preocupaciones que tuvo durante años para sostener económicamente a su familia.

Que si el tren, si la noche, si el pollero y el río, si dormían todos en bola dentro de heladas galeras… Todavía en este diciembre, cerca de las dos de la mañana, un padre de familia originario de un rancho de Huanusco me platicaba cómo inició su patrimonio cuando decidió dejar de depender de polleros para ser él uno de ellos, entre Tijuana y San Diego. “Con lo que más batallé fue con que mi ‘apá no supiera, porque él estaba en contra de eso, aunque también era migrante. ¿Qué andas en esos malos pasos?, dijo cuando los rumores ya fueron muchos. Pero pues sólo así iba a poder hacerme de algo, porque no pensaba toda mi vida seguir como empleado”.

Los “tiempos de secas” marcaron a generaciones de hombres brazos, braceros. En estas tierras, como tantas otras de nuestro país, quien quería cambiar radicalmente su suerte estaba obligado a buscar la pizca de betabeles, naranjas o cualquier otro producto de la tierra en la nación del norte. Había “hay todavía” jefes de familia, mamás solteras entre ellos, quienes en temporal determinado viajan a Escuinapa, Sinaloa, a llenarse los brazos con la comezón que deja el jitomate y su planta. Otros han buscado el algodón, otros se quedan atorados en esa coladera humana llamada Ciudad Juárez, Nogales, Tijuana, Matamoros.

Conviví, de hecho, en mis días de pizcador de uva en California, con dos michoacanos de rutina singular: seis meses, de enero a junio, hacían su vida en Oxnard en torno al cultivo y cosecha de fresas; después se establecían en McFarland para meterse a fondo con las vides y sus frutos. Casi todo lo que ganaban se iba, sin mayor distracción, a sendas familias en Michoacán. “Ya pude hacerme de un ranchito, mi amigo”, me decía el mayor de ellos, un cincuentón. “Tengo un caballo hermoso al que sólo mi esposa le da de comer. Cuando regrese al pueblo estará listo para que yo lo monte durante la feria”.

Respeto y aprecio mucho a quienes han luchado desde abajo. Respeto a los hombres y mujeres de canillas que cambian al planeta al amasarlo. Admiro a papás y mamás de jornadas extenuantes, de sudor como coronas de espinas y collares, de amor tan infinito que no cabe en mis palabras, sino en su silencio.

 

[email protected]

 

- Publicidad -

Noticias Recomendadas

Últimas Noticias

- Publicidad -
- Publicidad -