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jueves, 25 abril, 2024
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Tortas japonesas

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Por: HERÓN EDUARDO DOMÍNGUEZ •

Titulares aparte, quienes en las nuevas disposiciones regulatorias del mercado de las telecomunicaciones ven una amenaza a nuestro estilo  de vida tradicional, caracterizado por la censura, la desinformación, la divinización  del poder,  la satanización de la disidencia y la venta a precio de oro de chabacanería, o  servicios en otros países diez veces menos onerosos, ya pueden  dormir tranquilos; los profundos y basálticos cimientos del magno edificio de la impunidad, la más  importante  y quizás  única verdadera institución de nuestra fábrica social, permiten, como no sean las de Newton, darle vuelta a cualquier ley.

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Injustificadamente nadie, subordinados menos aun, creyó lo declarado por el procurador en el curso de la semana pasada,  de acuerdo con lo cual sensiblemente, durante los últimos meses ha disminuido la inseguridad. Se basa, como de costumbre,  tal incredulidad,  en los cotidianos episodios de homicidios, robos, asaltos, extorsiones, secuestros y un interminable etcétera, en ocasión de los cuales  los soldados y/o  policías encapuchados, armados hasta los dientes, que por docenas encontramos hasta en misa, se las arreglan para milagrosamente desaparecer.

Y si resulta,  tal falta de fe, calificable de  injustificada, es debido a hechos que la refutan  de manera contundente.

Tal fue el el caso del jueves retropróximo en el Callejón de la Bordadora, en las inmediaciones de la Avenida Hidalgo, cuando a propósito quizá del galán  que bajo una gorra de los Dodgers, con olímpica mirada contemplaba el espectáculo; dos mujeres, una de aproximadamente  cincuenta años,  un metro sesenta de estatura, ochenta kilos de peso y pinta de locataria de mercado; y otra de cuarenta años, un metro cuarenta de estatura  y cuarenta kilos, aproximadamente, de peso, con aspecto de ama de casa de zona marginal, se hicieron de  palabras de las que hace algunos años se representaban con signos de número, dólar,  porcentaje y libras esterlinas, hasta el momento en que la  más exigua levantó un puño cerrado, y  ante    amenaza semejante invocó la más robusta, a todo pulmón, a la policía, e ipso facto, como por arte de magia, en la persona de seis voluminosos agentes de la policía turística, que con el arrojo propio de su profesión y a  riesgo de su salud (se trataba de un evidente foco itinerante de infección)  sometieron y arrestaron a la agresora, se hizo presente el largo brazo de la ley. ■

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