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martes, 23 abril, 2024
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Los mejores tacos del mundo

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Por: ÓSCAR GARDUÑO NÁJERA •

No es el mismo Centro Histórico de la Ciudad de México el actual. Lo ha consumido una plenitud artificial que, en la mayoría de las ocasiones, es más del agrado del turista que saca provecho de tal plenitud cámara en mano.

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Es una plenitud casi plástica. Esforzados por embellecer lo que ya desde su origen poseía una belleza honda, sus autoridades, junto con voraces empresarios, se han empeñado en desaparecer tradicionales lugares del Centro Histórico y en su lugar ahora hay tiendas departamentales donde encuentras todo lo necesario para equipar tu Smartphone de última generación, cadenas de hamburguesas estadounidenses con promociones de hamburguesa, papas y refresco mucho más económico que las “mugrosas e insalubres” tortas de la esquinita, ahí donde se juntan las mismas cucarachas “gigantescas” que le cuentan sus chismes al rey de las hamburguesas (donde también se juntan las mismas cucarachas “gigantescas”).

Sin embargo, al caer la noche, el Centro Histórico es un lugar donde confluyen personajes insólitos e historias de esos mismos personajes insólitos, y se las cuentan, las historias, porque es así como van de boca en boca, de memoria en memoria.

Y lo más preciado, no solo del Centro Histórico, sino de la Ciudad de México, pervive así, en su memoria pétrea, terca, empecinada, como una arquitectura de palabras y una simbología que, contra toda empresa y empresarios, y todo intento de modernidad a lo Charly Slim (quien se sacó el Centro Histórico después de jugar a la lotería con frijolitos mágicos), nos deja una identidad, porque si no somos eso, lo que queda de las historias y de esos personajes de una Ciudad de México nos disolveremos lo mismo que se disuelven al amanecer las cucarachas luego de atascarse de la grasa del rey de las hamburguesas y de la grasita del queso de puerco.

Sin embargo hay que aceptar que muchos de los secretos del Centro de la Ciudad de México serán devorados (como devora el gordito su hamburguesa o el don su torta de queso de puerco), por el paso del tiempo o por las gigantescas pisadas de las franquicias de tiendas Oxxo, porque una vez que te ponen una en cualquier esquina (son como las mismas cucarachas, pero ahora vestidas de rojo y amarillo, pues así es el logo) y tienes unos cuantos pesos para pasar a un Oxxo por un asqueroso café de máquina (¡por quince pesos!), ¿cuándo es que te vas a acordar de conversar con tu amigo en una mesa de cafeterías tradicionales?

Y entre la música estridente de las cervecerías donde ahora la moda es emborracharse con mezcal, porque viva la patria de López Velarde (aunque a saber quién fue ese güey), viva lo nacional (y si es la selección de fucho, más), y fuchi, fuchi al wiski, que ya hasta dejó de ser de la clase intelectual (¿qué chingaos beben ahora los intelectuales?).

Antes era la época de las cantinas, señoras y señores, y no sé si ustedes lo recuerdan, pero uno iba a ese tipo de lugares a buscar esparcimiento, claro que sí, pero había otro tipo de hombres que acudían a lugares así en busca de esperanza y de compañía, aunque un hombre en una cantina representase una de las imágenes más solitarias y casi tristes que te podías encontrar en cualquier cantina del Centro Histórico.

Quedan algunas. Familiares porque ya no hay para hombres. Y, por favor, señorita, señorito, no se me confunda, se habla de hombres porque existió un tiempo en que las cantinas no eran salones de fiestas familiares como son actualmente, porque, mire usted, señorita, señorito, eso de que hasta en ciertas cantinas que hasta antes de ayer eran de hombres (no se ponga así) ahora vendan papas a la francesa para los niños y aguas de sandía o de melón, no es que esté mal, que de todo se puede vender en el lugar que usted me indique, pero resta personalidad a las cantinas del Centro Histórico, están dejando de ser un clásico… ¡eso, piense así!, para que me entienda: un clásico, eso eran las cantinas del Centro Histórico, hombres que conversaban de futbol y de política, de la familia y de los cuantos pesos con los que apenas llegaban a fin de quincena.

Otra definición y aquí le va antes de retirarnos: las cantinas como abanicos de temáticas infinitas. Pero no se olvide: un clásico, a la manera de don Renato Leduc, quien era paseante irrestricto del Centro Histórico y sabía de cantinas un montón. Mejor que te moriste a tiempo, mister Renato y “sabia virtud de conocer el tiempo”, porque si no te morirías ahora de la pura tristeza de ver lo que un grupo de empresarios comandados por mister Superman Slim han hecho de tu Centro Histórico.

Por ahí mero, por la calle de Bolívar hay un puesto de tacos de suadero que llama la atención metros antes de llegar por la humareda que lanza y por el exquisito olor gourmet de la carne frita. Lo que se incendia ahí es una de las mejores taquerías no para paladares exigentes sino para borrachos que buscan bajar los tragos con generosas porciones de carne de suadero en tortilla bien buceada en aceite y echándose un danzón mano a mano con una salsa verde que pica como para mentarle la madre al taquero, eso si el taquero no sostuviera a todo momento un filoso machete.

Aquí no hay historias porque todo discurso se construye en claves. Aquí hay máquinas de escribir borrachas y descompuestas, fallan algunas teclas, con trabajos se entienden los hombres y mujeres que entre mordida y mordida de échame otros dos con todo rememoran lo buena que estuvo la fiesta, el “¿te fijaste en ese güey?, ¡qué pedo con su vida!, además…”, mordidita a la puntita de suadero que se asoma entre los pliegues de la tortilla frente a la mirada ebria de la mujer. “¡Es que quería con la Tere!, y”… su acompañante da un largo trago a una Coca Cola, se pasa el taco, en ese momento, a los dos, los baña el humo blanco del vapor de los tacos de cabeza cuando el don del filoso machete alza el plástico con el que tiene cubierta la carne para servir dos a un comensal que acaba de llegar. Veinticuatro horas los siete días de la semana abre esta taquería y si le preguntas al don del machete que si no se cansa te dice que “nel, disfruto mi trabajo”, y no es necesario que te conteste porque en cada movimiento se ve, además de la maestría con el machete, con las porciones exactas para preparar un buen taco, el placer que le produce su trabajo; si se trata de uno de esos guerreros que dentro de poco tiempo desaparecerán para ser sustituidos por locales de reyes de hamburguesas o Oxxos no lo sabemos, no podemos predecir el futuro ni siquiera haciendo close up a la huesuda cabeza que tiene sobre la carne, debajo del plástico, pero él, el taquero, machete en mano, enfrenta lo que venga con la cara alzada, sirve y sirve tacos, sí, las veinticuatro horas del día, y ni siquiera se queja, o no tiene tiempo para hacerlo, y en una de esas, quién sabe, sí estamos frente a un guerrero, porque cuando la pareja acepta que “ese güey sí andaba de caliente con la Tere” se despiden del hombre del machete y le dicen que sus tacos son los mejores del mundo. ■

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