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miércoles, 24 abril, 2024
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Los maridos de mi madre o las evocaciones eróticas de la adolescencia

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Por: CARLOS MARTÍN BRICEÑO* •

La Gualdra 380 / Literatura / Libros

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No es la primera vez que afirmo que a los narradores de nuestro país les hace falta despojarse un tanto de ese tono solemne que los caracteriza. Distanciarse del legado emocional proveniente de la canción mexicana y las películas de la época de oro no parece ser cosa fácil. Y si bien es cierto que en las últimas décadas ha surgido una generación de nuevos escritores con una voz fresca cargada de ironía y sarcasmo (Antonio Ortuño, Juan Pablo Villalobos, Adrián Curiel Rivera, sólo por mencionar a algunos), la violencia, el dolor y la tragedia –acaso por la presencia sempiterna de la pobreza y el narcotráfico en la nación–, siguen siendo eternos invitados a la mesa temática de los cuentistas mexicanos.

Por eso celebro que el zacatecano Joel Flores, autor del espléndido libro de relatos Rojo semidesierto (Premio Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz, 2012) y de la novela Nunca más su nombre (Premio Juan Rulfo convocado por el INBA, 2012), haya tenido la valentía de distanciarse de los temas que lo caracterizan (sí, adivinaron, las consecuencias del México rojo) y haya decidido experimentar, en su tercer libro de cuentos –Los maridos de mi madre (Paraíso Perdido, 2018)–, con relatos tragicómicos inspirados en las interminables vicisitudes de la niñez y las evocaciones eróticas de la adolescencia.

Y digo valentía porque como artista no es fácil abandonar (aunque sea momentáneamente) la vertiente con la que uno ha probado las dulzuras del éxito para incursionar en otra que, de entrada, lleva ya implícita la mirada inquisidora de los críticos.

“Quería buscar una temática más ligera”, dice Joel Flores en una entrevista a propósito de Los maridos de mi madre, como anticipándose al reclamo de aquéllos que, al acercarse a este volumen de seductor título almodovariano, descubran que el conjunto de historias que lo conforma se aleja de los violentos repasos fronterizos a los que Joel nos tenía acostumbrados.

Y para que al público no le quepa duda, Flores abre esta colección con El amor dura, un relato muy ibarbüengoitiano, de ésos de cópula imposible, que provoca empatía y conmiseración entre los lectores del gremio masculino. ¿Cómo no solidarizarse con el protagonista que, por calenturiento, termina solo y anhelante de amor, como el perro de las dos tortas?

Narrados en primera persona por un niño que se acerca a la adolescencia, los tres cuentos siguientes –El poeta del barrio, En otro idioma y Los maridos de mi madre– están destinados a desfogar las aventuras y desventuras de la infancia perdida. Un tío alburero y cholo que dirige una pandilla y se masturba delante de sus sobrinos mientras mira pornografía; un abuelo alcohólico demasiado orgulloso de tener un nieto gringo; y una madre viuda, ávida de boda, a la que no le importa mucho la suerte que corra su único vástago, constituyen los personajes clave en cada una de estas historias ambientadas en el poblado de Guadalupe, Zacatecas, el mismo, casualmente, donde pasó sus primeros años de vida el autor. Aquí la familia, lejos de ser el páramo de seguridad y afecto indispensable para el desarrollo emocional de los hijos, aparece como el ente responsable de futuros traumas psicológicos. En los tres casos la sublimación del american way of life domina el destino de los protagonistas. Imposible imaginar la felicidad sin evocar la capacidad de progreso y las cualidades excepcionales atribuidas a los norteamericanos.

Y para muestra, basta un párrafo de En otro idioma, el relato que, a mi juicio, por su bizarra mezcla de inocencia y humor negro, constituye el mejor del trío, y acaso de todo el libro:

“El nombre de mi primo Alex era Brian Alexander Ornelas Esparza. Era el más chico de los nietos y le decíamos Gringo. Nació en San Diego años después de que el tío Rodrigo y la tía Vero se fueron a California en los ochentaitantos, cuando podía cruzarse del otro lado sin la amenaza del doble muro. Durante los primeros meses nos llegaban sus cartas al buzón de la abuela. Hablaban del asoleado trabajo de mi tío en la cosecha del tomate y el de mi tía limpiando por las noches la bodega de una Target. Hablaban de los edificios altos y acristalados, de los enormes estadios de los Padres y los Chargers, de las carnes asadas y las hamburguesas in-N-out”.

En La gravedad de los enamorados, el único cuento de toda la colección referido por una voz femenina, una joven tijuanense busca su lugar en el mundo y utiliza como pretexto su amor al rock (y su odio al reggaetón) para contarnos con desparpajo una historia de abuso sexual y abandono familiar. El final esperanzador sirve como contrapeso para disfrutar la confesión y dejar de lado los oscuros pliegues ocultos en la superficie de la realidad.

Tengo la impresión de que el texto final, Sedán 84, lo escribió el autor con una sonrisa permanente en los labios. Esa “mirada del púber ávido de tragarse el mundo a tarascadas” a la que se refiere Daniel Salinas Basave en la contraportada del libro, es mucho más enérgica en esta historia. Y aunque el desenlace es previsible, Sedán 84 está lleno de pasajes luminosos, como aquél donde el mejor amigo del protagonista intenta aprovecharse de la confusión reinante para explorar sexualidades recién descubiertas:

“No sé qué me enojaba más: el que mi hermano no haya tenido la confianza de contarme la verdad, como solía hacerlo desde que éramos pequeños, o poner en tela de juicio su sexualidad. La incertidumbre me nubló la cabeza y apesadumbró mis párpados. Me volví al colchón y me levanté de él varias veces hasta que de plano me venció el cansancio. Acostado, entre el sueño y la vigilia, mis problemas empezaron a desvanecerse. En mi nuca nació un calor relajante y una respiración placentera. Después sentí la humedad de una lengua en mi cuello y una mano queriéndose meter entre mis pantalones. Desperté sorprendido y giré mi cuerpo para saber qué pasaba. Descubrí a Álvaro detrás de mí con los ojos cerrados”.

Los cuentos que conforman Los maridos de mi madre, no obstante su aparente ligereza, están llenos de emotividad y valentía. Y conviene leerlos porque, además de su amenidad, constituyen un buen registro de la forma en que transcurre la vida entre los adolescentes de provincia en el nuevo siglo.

“Parecía que una voz de la niñez me susurraba al oído cada una de las historias”, confiesa el autor en los agradecimientos. Una voz, agrego, cínica y resuelta a la que debemos reconocer –junto con la pujante Editorial tapatía Paraíso Perdido–, que nos permita conocer una vertiente distinta del trabajo literario de Joel Flores.

 

 

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