Cuenta una conseja que deambulando encubierto algún déspota legendario decidió visitar una iglesia, donde dio con una anciana que postrada de hinojos murmuraba repetidamente su nombre. Aguzando el oído se percató el gerifalte imploraba la abuela, al Buen Dios, fervorosamente, concediera larga vida al príncipe; por lo que entre conmovido e intrigado apenas sí cesó la vieja en sus oraciones la interrogó a propósito de las aludidas plegarias. Contestó la interpelada tenía edad suficiente para recordar al bisabuelo de Pedro (que tal era el nombre del autócrata), quien había sido un hombre extremadamente cruel, al grado que al morir hubo quien celebrase abiertamente su muerte; pero quienes creyeron no podría haber un tirano peor que el bisabuelo de Pedro pronto se desengañaron, pues el abuelo de Pedro resultó mucho peor que su bisabuelo, y así hasta llegar al propio Pedro, a quien rogaba al Altísimo conservara muchos años.
Guardadas las proporciones vivimos una vida paralela, donde los puestos de mando no conllevan responsabilidad u obligación alguna sino grandes privilegios (enormes en realidad), tales como el enriquecimiento (personal y familiar) rápido y furioso; la disposición discrecional del patrimonio público para fines privados y, desde luego, el más preciado de todos: la más completa impunidad.
El resultado de todo esto es un estado que día con día exige más de sus ciudadanos comunes y corrientes, a los que no retribuye en absoluto, en el mejor de los casos, u obstaculiza o lastima en el peor.
La cereza de un helado así de tóxico pareciera ser la ofensiva publicitaria de acuerdo con la cual vivimos en un mundo de caramelo, donde aquellos cuyo servicio más destacado histórica y básicamente ha consistido en la coronación de reinas, rinden óptimos resultados.
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Por si hicieran falta conflictos una nueva cristiada asoma en el horizonte; en cuyas filas, de ser consecuente, debería marchar Morena.■
