En un momento dado las circunstancias nos conducen a preguntarnos si el poeta Jorge Manrique tendría razón o no al afirmar que todo tiempo pasado fue mejor.
Antaño, por sólo poner un ejemplo, la madrugada del 10 de mayo amén del pomo de presidente sacaba Pancho la guitarra; Memo, junto con tres cocas tamaño familiar salía con la guitarra; Chava, además de vasos desechables llevaba una guitarra; Nacho, que era el único que sí sabía tocar sacaba sólo la guitarra; Fernando era el único que no sacaba nada, porque siendo el pianista del grupo ni modo que saliera a chupar con el Stainway de concierto.
Hogaño antes del amanecer del 10 de mayo el Llonatán saca las caguamas, el Cristofer saca las caguamas, el Milton saca las caguamas, y para no ser menos el Kevin saca las caguamas.
Antaño la circunstancia de que prácticamente todas las madres se llamaban María, ya del Consuelo (Chelito), del Socorro (Coco) o de la Concepción (Conchita) simplificaba convenientemente el programa, ya que era de cajón comenzar o terminar la ronda con Adiós Marquita linda.
Hogaño el programa es lo de menos, pues llamándose las genitoras Yenifer, Charon, Alison o Carla Ivet, y no disponiendo por tanto de apelativo canoro alguno, o no por lo menos propio para una serenata filial, con una memoria USB y un minicomponente pueden sus tlaconetes con la mano en la cintura ensordecer no sólo a la madre venerada sino a todo el vecindario, esto así con las discografías completas de los Tigres del Norte, Espinoza Paz, Pepe Aguilar y (para la “agüe”) la Sonora Montonera.
Antaño la cabecita blanca homenajeada encargaba, llorando de emoción, a la sobrina venida de la provincia interior a estudiar enfermería salir al zaguán a entregar a “los muchachos” un billete de cincuenta pesos para que almorzaran éstos menudo donde Pachita, que comercializaba esa fecha una edición especial.
Hogaño cuando se escucha Rata de dos patas durante más de tres reproducciones continuas, a progresivamente ochenta, cien, ciento veinte y así ad infinitum decibeles es porque la sublime mujer que amó a sus tlaconetes antes de conocerlos (después bastante menos) agarró ya por su cuenta la rondalla, y luego de la chela décimo quinta, amén de un desempance que se prolonga ya por media docena de cubetas de cacardí, evoca los días aquellos en que le era permitido soñar. ■