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sábado, 27 abril, 2024
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Tratado de grafopatía en mi presentador* 

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Por: Manuel R. Montes •

La Gualdra 509 / Literatura / Libros

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[Primera parte]

Proemio

Yo que solo percutiré de la exquisita / partitura del íntimo decoro / alzo esta tarde las baquetas a mitad del foro, y declaro: no hay ser humano que no sea un baterista. Los invito a ustedes a que se toquen el corazón o a que toquen el corazón de quien está, en este instante, a su lado. [Palpitaciones que percuten y sobre las que ustedes, a su vez, redoblan con el tacto de su palma]. Y si escuchan mi voz que no imita la gutural modulación del bajo, no es otro que su percusionista interior, en los canales auditivos, quien les traduce, tamborileando, lo que digo. Del músculo diamantino que nos vive al engranaje del oído que nos musicaliza, queridos hermanos de Zacatecas, ejecutamos nuestra existencia como bateristas. Mi novela breve Tratado de la Ilusión, que hoy les presentamos junto con su Grafópata el Visorrey Lagarto Gonzalo Lizardo y yo, se interna en ese dueto cardiovascular–timpánico hipersensible de resonancias y las encarna en prosa literaria. Escuchen.

Solo

El Grafópata es, por principio de cuentas, un paraddidle, y si no me creen, se los demuestro: gra–fó–pa–ta–gra–fó–pa–ta–gra–fó–pa–ta; y el dicho paraddidle fue leído por este su servidor de profesión vatako, a veces desde las páginas de su nouvelle, de la manera en la que a continuación se desglosa, elucubrando a partir de los títulos de los ensayos reunidos de Gonzalo Lizardo una interpretación libérrima y, espero, acompasada. 

«Fábula de los autores que se bifurcan»

Tratado de la Ilusión es imposible que hubiera sido escrito por Gonzalo Lizardo, y El Grafópata (o el mal de la escritura), es imposible que hubiera sido escrito por Manuel R. Montes, pero ambos libros «podrían y deberían» (Eco pensando en Borges) leerse como si sus autores fueran Matías Ximénes y Bernal Santur, alter egos, heterónimos o siameses fantasmagóricos respectivos de Gonzalo Lizardo y Manuel R. Montes en las obras que nos atañen. «La premisa es simplísima: cuando la suponemos escrita por dos plumas distintas, una misma página genera dos interpretaciones irreconciliables», provoca Gonzalo Lizardo, a quien le pido elija cualquier fragmento al azar de mi Tratado y lo lea fingiendo ser–no ser su entrañable Matías Ximénes, después de lo cual haré lo mismo desde su Grafópata, fingiendo ser–no ser mi entrañable Bernal Santur. Entonces, ¿quién escribió qué al bifurcarnos?

«En defensa de lo prolijo» 

«Y pensé que “lo breve”––como sinónimo de rapidez––sería un antídoto perfecto contra el aburrimiento, si no fuera porque podría generar una cultura basada en la pereza lectora», reflexiona Gonzalo Lizardo. Número de páginas en total, entre mi Tratado y su Grafópata: 205. Que los hipotéticos lectores aquí sentados, o de pie, formen su juicio de lo breve o lo prolijo combinándolas, nuestras cuartillas foliadas, como a su curiosidad insaciable o a su pereza o hue–va les plazca, lectores hipotéticos a fin de cuentas (como los escarneció Sarduy), que conforman, te cito, compa, un «público de todos los niveles culturales, que no se asusta con el despilfarro de palabras». Dense, puesn, paisanos, el «lujo o la lujuria» de administrarse lo extenso, lo efímero, que los aguarda en el par de libelos nuestro. 

«Unos zapatos para volar»

El derecho del par de cacles que calza Bernal Santur al tocar su batería marca Diatriba lo describe así, él mismo, en el Tratado de la Ilusión: «teni con estrías, de suela lisa y liviandad óptima con el que barro dobles en el [pedal de bombo] Snok». Gonzalo Lizardo, en su Grafópata, se ahorma sus botas de casquillo y urde una metonimia ortopédica del quehacer literario: «Incapaz de crear a partir de la nada, el escritor sería una especie de zapatero, consagrado a componer o a reparar calzados (relatos, poemas, ensayos) para que se adaptaran mejor a nuestro tiempo, a nuestro espacio, a nuestro uso». Ruego al auditorio no pisarnos ni a mi colega ni a mí nuestros flamantes libros cuasi nuevos, como hacía en mi barrio de la Hidráulica mi pandilla cuando estrenabas, ensuciándote la punta.

«La muerte de un gnóstico»

«…sepultado el escriba, queda tras de sí lo escrito: la grafía, el testimonio, la sombra…», asevera Gonzalo Lizardo en su imprescindible homenaje al grafópata por antonomasia Salvador Elizondo. Y Bernal Santur, a propósito de lo transcrito, se preguntaría: «…enmudecido el baterista, ¿queda tras de sí lo percutido: el redoble, un remate, la cicatriz del eco de un acento en el espacio–tiempo?». Me permito responderle a mi sosias: de quedar tal impregnación acústica, el protagonista elizondeano de la novela Elsinore, ahora mismo y eternamente, lo estaría fotografiando. Una pregunta impaciente, pal, ¿te gusta o gustaría o gustó mi Tratado de la Ilusión por ser literatura como las que te atraen, «cifrada en argumentos tortuosos, atmósferas asfixiantes, anécdotas casi imposibles de reseñar»? Ya nos dirás.

«El poeta alucinado»

Gonzalo Lizardo, ex baterista o baterista en stand by, residente atemporal y nostálgico de Zacatecas, fuma en un sueño grafopático así: «Como si adivinara mi urgencia, salió a mi encuentro un vagabundo, con un cigarro apagado en la boca, para pedirme un fósforo. Luego de prestarle mi encendedor, sus dedos carcomidos me ofrecieron una colilla de Camel que no supe rechazar». Bernal Santur, baterista en activo, residente atemporal de Norteamérica y nostálgico de Zacatecas, fuma tabiros ficticios, en su sueño de ilusión transcurrido en Chicago, así: «Inhalo, a la intemperie, una brisa que refresca y acalambra los pulmones. Desde que nos desterramos de Cincinnati, los contamino compulsivamente con cigarros Nantucket, vicio del que lucharé por emanciparme y del que me abstuve con entereza en Fort Wayne»; o «Adivino en el vacío, con los empeines, cada reborde laminado por el que trepo hacia el adolescente que succiona con delectación el joint que adelanta, sacramental, a la tea que le ofrezco y con la que me apetece prender el último Nantucket de la cajetilla». ¿Es que alguno de nuestros invitados especiales, que todos lo son, puede pasarle al vagabundo de Gonzalo Lizardo, el «Maxi», y al mío, Bernal Santur, más lumbre cuando los lean? Ahí se los encargo, y sirve que cuando le compartan de su fuego al clochard-amigo-íncubo Matías Ximénes, «el otro», tratan de contradecirlo, pues nada más miren lo que piensa de nosotros: «tú sabes cómo son mojigatos aquí en Zacatecas». U. Y si no hallan a «Maxi» en El grafópata, me cae que lo encuentran escondido entre los underdogs que pueblan el Tratado de la Ilusión: «Es la regla y la cumplimos en un par de acarreos que no por la cercanía de la decadente habitación de almacenamiento hace fácil el trasiego entre núcleos de muchachos con caparazones de backpack que palian el tedio en un recreo narcótico que se complementará con la escaramuza de las cuatro bandas que acudieron a oír y que acaso los redima de la mendicidad o de la servidumbre laboral que los deseca. Con circunspección de feligreses, derriten cápsulas en sus paladares o polvo pardusco en cucharones o ensalivan sábanas de arroz, transmutados en colibríes tumefactos al inhalar de una pipa». Y si ni hallan de plano a «Maxi» ni en El Grafópata ni en el Tratado de la Ilusión, que lo dudo, a menos que solo adquieran los dos títulos únicamente para ornamentar su decorado navideño, pues aquí lo tienen a mi diestra. Oh, no, disculpa, Visorrey Lagarto, tú eres tú, o en veces te precias de serlo. 

«Decálogo del grafobaterista»

1.Nunca tocar la batería será un acto solitario sino colectivo. 2. Como los sacerdotes y los adictos, un auténtico baterista jamás deja de serlo, ni cuando come ni cuando juega ni cuando presenta obras de sus homólogos grafovatakos. 3. No se puede ser un baterista crítico (de los guitarros o vocaleros principalmente, con los bajistas nos llevamos chido), y comprometerse con ellos al mismo tiempo, a menos que sea por el bien del tema que se componga. El cuatro cuerdas López Velarde y el baterista José Revueltas devienen aquí ejemplos emblemáticos, averigüen ustedes por qué leyendo los ensayos lizardeanos. 4. Tocar la batería es un acto ensayístico de relectura (corporal) y de rememoración. El baterista debe tener dos metrónomos, como Jano, uno que marque tempo hacia el compás que viene, y otro que lo marque hacia el que va. 5. Para tocar la batería no basta solo el trabajo ni solo la ilusión. Es menester armarla, cargarla, desarmarla, y armarla otra vez and so on and so on, ad infinitum, como la escritura. 6. No se toca un beat por «acompañamiento» de una canción, sino para tornarla «real» en los oídos de los lectores, es decir, de los escuchas. 7. Como acto corporal y puntual, tocar la batería resiente las afecciones de la carne y el espíritu, pero las alquimiza en un ritual concéntrico de sonidos expansivos. 8. Sin importar su apariencia «realista» o «fantástica», la mejor ejecución de un track de batería será siempre un gran descubrimiento (como cualquier ley científica). 9. Tocar la batería es un acto de interpretación (una hermenéutica) pero también un proceso de producción textual (una poética: ergo, Tratado de la Ilusión). 10. Sea en lo literario como en lo musical, no hay concepto más abyecto que aquel de «pureza» (entusiasta noción de hibridez que DJ’s y productores virtuosos como Madlib o Flying Lotus materializan hasta lo inusitado).

«Las mujeres en Joyce»

Hacen aparición en el escenario del Grafópata irreductibles divas, cantantes o coristas inmortales y benévolas, Hevas, ánimas telúricas, diosas madre como la seductora Molly Bloom del Ulises, «que además de tener una bella voz, y de ser una amorosa madre, pensaba y sentía sin falsos pudores», «consciente de los deseos propios y de los que inspiraba en otros», y «que sabía valorarse a sí misma con la verdad de su cuerpo, de su amor y de su canto». Con esta descripción tuya, Gonzalo, sucumbe uno a un embeleso similar al que nos arroba en la parte de The Great Gig in the Sky en la que ululan sirenas al nadar en fluido rosa. La sección vocálica lidereada por Mrs. Bloom se completa luego al subir al stage la «muchacha enésima» que Stephen Dedalus «divisa en la playa», en Retrato del artista adolescente, «jugando con las olas como una alada imagen que la vida le enviaba para guiarlo». El frontman de la literatura de Occidente James Joyce, a los ojos de su fanático en primera fila Gonzalo Lizardo, apuesta en la que considero una ya impostergable reformulación del mito guadalupano y de cualquier virgen, por «amar a una mujer por su impureza, ya no por su forzada “inocencia”». 

«El hogar que nos habita»

El espacio ideal de un baterista–escritor o escribaterista (como lo llamaría el temible bajero Alonso Arreola) no difiere del de un grafópata, pues en él percutirá dichosamente «cuando cada muro o rincón se ha impregnado con las huellas, los signos, los indicios» de su experiencia, que no es otra que la de dotar de un ritmo vívido a las edificaciones en las cuales practica, es decir, ensaya literaria y musicalmente. Y cuando el escribaterista vuelve a las construcciones que lo acunaron en las etapas decisivas de su crianza estética, siente como el grafópata la tentación de ya no quedarse, o de alterarlas u olvidar su trascendencia, si bien lo cohíbe una salvedad: «¿Me atrevería a extirpar de mí tantas alegrías, fastidios, emociones o vergüenzas que me han ocurrido entre estos muros?». El grafobaterista saldrá entonces de su epicentro formativo, aunque solo después de remodelarlo, si cabe, con la esperanza de que «algún día, sí, algún día, estará completo». Gonzalo Lizardo, al hurgar en el núcleo doméstico al que retorna, despliega tras inhumarlos unos muy sugestivos prototipos de novelas con marcado sesgo histórico, bosquejadas por Matías Ximénes y en las cuales, al hacer su inventario y transcribir algunos extractos, no deja de golpetear el vatako que impulsa incontenible, incluso en sus lances de narrador, al autor fresnillense: «…cartas de amor, de ira, de despecho, de avaricia, que fueron cayendo sobre el lodo hasta que el trote del caballo se ahogó entre los tambores de la lluvia». Inevitable abundar aquí, por cierto, en la simbiosis primero lúdica y luego francamente desconcertante que aventuré, la del grafópata–pseudoautobiográfico con el baterista–pseudoautobiográfico, a saber, la simbiosis Gonzalo Santur o Manuel Ximénes, pues resulta que a «Maxi», en «El hogar que nos habita», se le atribuye no un Tratado de la Ilusión sino un Tratado de los proyectos veniales, lo que amalgama mi obra con la tuya, Lizardo, en tanto que las dos abordan la fascinación por la imposibilidad. Volviendo a los afanes inherentes a la percusión, el cierre del ensayo aludido en estas líneas es consecuentemente una variación al redoble que ya cité: «…hasta que el rítmico trote del caballo se fue ahogando entre los árboles, y los tambores de la lluvia se diluyeron en el latido, este sí real, de mi inconsciencia…». ¿Verdad que Gonzalo Lizardo le sigue dando a la traca desde su sintetizador mecanográfico?

«Ramón López Velarde, músico» 

Aquí el artífice de El libro de los cadáveres exquisitos hace de staff o técnico de la lira de nuestro aeda regiouniversal y la desmonta con maestría hermenéutica para que percibamos, en el single o «balada» «Mi corazón se amerita en la sombra», es decir en el Poema alejandrino libre en Yo dislocado; para que percibamos, pues, el ritmo, la melodía y armonía, pero también la sintaxis, la gramática y semántica, con lo que Gonzalo Lizardo hace del jerezano un shredder que rasgueó no solo a máquina sino a su vez con púa o sin ella, en su laúd, los misterios de la poesía: «Solo al compás de un ritmo métrico, de una melodía fonética y sintáctica, el poema puede convertirse en el son del corazón», teoriza Gonzalo Lizardo, no sin que, disfrazado de Pierre Menard, se arremangue y siente detrás de su batería marca Hiperbarroco y escriba sobre la página este metasolo de timbal inmortalizado por el niño del tambor de hojalata de México Ramón López Velarde: 

Mi corazón, leal, se amerita en la sombra.
Yo lo sacara al día, como lengua de fuego
que se saca de un ínfimo purgatorio a la luz;
y al oírlo batir su cárcel, yo me anego
y me hundo en ternura remordida de un padre
que siente, entre sus brazos, latir un hijo ciego…

Los remates de Gonzalo Lizardo a la reinterpretación y reescritura del inolvidable hit modernista suenan como sigue: «Cuando se pronuncia con claridad, el poema revela al puro oído su esqueleto rítmico», mediante «recursos melódicos que manipulan no solo el sonido, volviéndolo más grato o memorable, sino que también hacen cantar al sentido». Por último, sentencia Gonzalo Lizardo que «Ramón López Velarde compone polifonías con las voces que habitan en los sótanos, en los pozos, en los laberintos de la inconsciencia», laberintos que a la par, en mi Tratado de la Ilusión, se diseñaron así: «Procedemos a estibar sin que Donovan coopere, apilando los trebejos en una pieza de paredes no encaladas en la que aguardaré con Anker a que W y el irascible amante de canes que nos aloja encuentren un atracadero que le sea propicio a la Petrus III, localizándolo, confían al regresar, en un parque sin rastros de rapiña vandálica. El promoter, que no es el espectral portador del farol, se nos aproxima desde una de las recámaras que segmentan el cascajo, en las que no hay muebles ni electrodomésticos y a las que dividen pilares de baldosa desnudos y detritos de muros oblicuos con boquetes». Por estas y por muchas otras cosas más, vengan y sean bienvenidos a nuestros paraísos de lo subterráneo esta Navidad. 

* Con motivo de la presentación de Tratado de la Ilusión (Ediciones Oblicuas, 2021), y El Grafópata (el mal de la escritura) (ERA, 2020), en la Ciudadela del Arte de Zacatecas el 16 de diciembre de 2021. Ambos libros están a la venta en los enlaces https://www.edicionesoblicuas.com/obra/tratado-de-ilusion/ y https://www.edicionesera.com.mx/libro/el-grafopata-e-book_109065/

[Continuará]

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la-gualdra-509

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