Sin duda alguna, Zacatequitas de mi Corazón es una de las ciudades emblemáticas de la herencia de la arquitectura del virreinato, poscolonial y porfiriana en los asentamientos urbanos de lo que hoy se denomina la República Mexicana. Sus caprichosas calles, sobrepobladas de construcciones y fincas majestuosas compiten en belleza con cualquiera de las urbes de corte virreinal en el país. Si uno camina por sus calles, parece un continuo y sorprendente laberinto de edificaciones asombrosas, las cuales producen deslices de ensueño y la sensación de estar siendo transportados a otras épocas. Sin embargo, la misma orografía de la ciudad nos regresa a la realidad, cuando a ras de suelo aparecen infinidad de desniveles y sus anárquicas adaptaciones de banquetas, rampas, cocheras y entradas a domicilios, han sido causantes de incontables tropezones, resbalones y caídas que han conducido a su vez a la provocación de torceduras, raspones, esguinces, fracturas y una que otra conmoción y ahí le paramos porque lo que sigue son infinidad de calamidades y adversidades. Por desgracia, poco es lo que se puede hacer para corregir este riesgo creciente al que pocos le ponen atención.
Pero ahí no paran las desgracias viales de esta deslumbrante ciudad sobrepoblada de vehículos; en sus vialidades se encuentran asechando sin piedad incontables topes y baches que se manifiestan como demonios implacables jurando y perjurando que harán los estragos más terribles a todo tipo de vehículos. Cuando el ingenuo, confiado y distraído conductor se desplaza con todas las precauciones del mundo para evitar algún accidente vial o prevenir algún incidente con peatones, aparecen como maldición urbana de la vialidad estos elementos destructivos y peligrosos que ocasionan daños que se manifiestan directamente en la estructura mecánica de los vehículos y como fatal consecuencia, en los bolsillos de los conductores.
Estos infortunios alcanzan no solo a los vehículos automotores, también causan estragos y accidentes a ciclistas y a alguno que otro peatón despistado que trata de evadir los peligros banqueteros y tropieza con los desniveles causados por estas calamidades viales.
Ahora, una vez concluido el proceso electoral, se puede criticar este extraño aunque costoso fenómeno que muestra una de tantas patologías socio culturales. Destaca, por principio, la mala educación vial que los conductores muestran a bordo de sus vehículos de todo tipo: bicicletas, motocicletas, automóviles, camioneta, autobuses y hasta una que otra patineta. Pareciera, de principio, que se padece además de una discapacidad mental, una incapacidad funcional para respetar las reglas de vialidad. Antes que nada, están los transeúntes de todas las edades, que difícilmente respetan las indicaciones viales por muy sencillas que sean, pensando que estas son dirigidas únicamente a los citados conductores y olvidan que estas fueron diseñadas en función de su seguridad, entre ellos, semáforos, señalamientos de límites de velocidad, los pasos para peatones y los puentes peatonales. Por desgracia, muy pocos viandantes y conductores los respetan y cada quien se mueve como le viene en gana.
Los ciclistas, aunque moderadamente, también participan en esta patología, zigzaguean en las calles, se suben a las banquetas, no respetan los semáforos y se trasladan en sentido contrario. Los motociclistas, siempre hacen de las suyas en las formas de todos conocidas: estacionándose donde les da su regalada gana, conduciendo a exceso de velocidad, rebasando por cualquier resquicio sin precaución alguna, emitiendo ruidos inusitados y molestando con su actitud centaura a quien se cruce en su camino.
Y los automovilistas, de plano, son otra historia, nunca respetan los límites de velocidad, ni los pasos peatonales, no acatan el concepto de que el peatón tiene la preferencia y muchos accidentes se deben a la falta de precaución y la confianza de que algunos conductores frenarán simplemente porque los peatones van atravesando las calles.
En fin, todo este pandemonio da como resultado que las autoridades invadan las calles con topes y bollas por todas partes, en lugar de hacer cumplir la ley; ocasionando con ello un problema más a la vialidad, en lugar de solucionar un poco el mal que pretenden atacar. Para acabarla de amolar, los obstáculos mencionados son de mala calidad, de alturas inusitadas y se deterioran rápidamente y, lo peor, la pintura amarilla que se utiliza para señalarlos se diluye y borra en la víspera y esas trampas quedan ahí, impunemente, para afectar no solo a los autos, causándoles estragos en llantas, amortiguadores, chasises y cárteres lo que resulta en gastos millonarios en el parque vehicular de la ciudad y algunos despistados que tienen el infortunio de transitar por la ciudad ante lo que pudiera interpretarse como una falta de sensibilidad y compromiso administrativo además de la convicción de vivir en un entorno de convivencia en mutua consideración.
Pero no queda ahí la cosa, porque, no se sabe cómo anden en otros estados de la República Mexicana, pero lo que es en el estado de Zacatecas, en general, además de lo que ya se ha descrito de su capital rosada, los topes no se han arreglado ni pintado como debe ser, si no falla la memoria, desde el sexenio de Miguel Alonso. Es decir, al menos van diez años sin que se ponga atención a este detalle que podría parecer un descuido, pero hay ahí un presupuesto etiquetado que no se ha ejercido y la pregunta no tan ociosa al respecto sería ¿A dónde se ha ido ese dinerito durante tantos años? Otro misterio más sin resolver que implica a las diferentes administraciones que nuestro apaleado estado ha soportado desde hace ya mucho tiempo.