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viernes, 19 abril, 2024
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El desorden político del neoliberalismo: renovar el contrato social (segunda parte)

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Por: Juan Carlos Monedero •

La racionalidad neoliberal o qué hacer cuando el verdugo lo tienes en la cabeza

Por otro lado, y marcando distancia de lo que el mismo Sánchez-Cuenca desarrolló en trabajos anteriores (La impotencia democrática, Catarata, 2014), querer huir de los análisis de clase termina por impedir entender que la condición necesaria para entender el desorden político no es la crisis de 2008, sino la racionalidad económica neoliberal que ha roto los consensos sociales de posguerra (algo que se viene señalando por muchos autores desde el arranque del siglo).

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Esa racionalidad, que se convierte en la manera de entender el mundo de un científico o de un jubilado, ha sido impulsada por un individualismo que termina por despreciar lo comunitario; por la condición de crisis permanente que caracteriza al capitalismo, junto a sus necesidades constantes de acumulación que depredan personas, medio ambiente y todo el ámbito de la vida; por un desarrollo tecnológico orientado igualmente por las necesidades del capital y guiado por la correlación de fuerzas entre el capital y el trabajo -esto es, que ahorra trabajo y se consagra al consumo-; por la derrota de la izquierda en el último tercio del siglo XX; y por la rebelión de las élites contra el Estado social, ansiosas de la revancha tras tener que asumir después de la Segunda Guerra Mundial la redistribución de la renta con el fin de evitar el avance de la izquierda radical.

Esa manera de entender el mundo y sus gentes ha creado un homo oeconomicus consumista, egoísta, asustado, endeudado, frustrado y resignado que al vivir en un mundo donde todo se ha convertido en una mercancía y al desentenderse el Estado de sus compromisos sociales, vive en una suerte de sálvese quien pueda que prima la violencia, la lucha por recursos en el mercado –educación, vivienda, sanidad, vivienda- y el individualismo irresponsable. Al final, un sentido común que hace cierto el mensaje de Margaret Thatcher de que no existe la sociedad sino solamente el individuo y las familias, es decir, un círculo estrecho, vallado, defendido por muros y fuera de los cuales hay enemigos o, cuando menos, competidores.

Es esa racionalidad neoliberal empieza en 1973 con el comienzo de la primera estanflación de posguerra. El mundo occidental, que había creado una línea abismal (Boaventura de Sousa Santos) que separaba el norte del sur, empezaba a vivir en casa lo que siempre había hecho fuera: empezaba el desmantelamiento de derechos y el uso de la violencia contra las protestas. El fin de los acuerdos de Bretton Woods (1945) supuso igualmente el fin de la vinculación de las monedas al oro -es la libre flotación de las divisas-. Las desregulaciones que reclamaba el capitalismo de casino supusieron el pistoletazo de salida a la globalización. Y como aviso político, el pistoletazo en septiembre de ese año que supuso el golpe de Estado contra Salvador Allende en Chile y el comienzo del reinado de los chicago boys, una advertencia para los que quisieran intentar una alternativa.

Esa racionalidad neoliberal, esa manera de pensar que se ha ido convirtiendo en un sentido común, es la que nos permite lanzar una hipótesis con mayor capacidad explicativa. Hipótesis que no pretende ser condición suficiente para dar cuenta de la época, pero sí condición necesaria. Es verdad que los «partidos antiestablishment surgen en respuesta a crisis de representación», pero esa crisis de representación no sale de la nada. De la misma manera que es verdad que hay «votantes antiestablishment por motivos de exclusión económica, de resentimiento nacionalista, de miedo a la inmigración, de chovinismo del bienestar y de valores culturales amenazados», pero todos esos votantes no se pueden explicar sin la racionalidad neoliberal que les ha dejado, de una manera u otra, a la intemperie.

En mi hipótesis, la corrupción de los partidos está vinculada al alejamiento ciudadano por la profesionalización/mercantilización de los políticos (y que explica el enfado ciudadano cuando políticos de la izquierda alejan sus modos de vida de los de las mayorías), a los procesos de privatización de las empresas y servicios públicos (que abrió vías ilegales de negocio a los gestores públicos), a la desregulación que exigía la economía global, al control vía fondos y recursos de los partidos por parte de los miembros de los mismos en cargos públicos, y la creación de los cárteles bipartidistas o de la deriva de la Unión Europea como una expresión del vaciamiento democrático de la política que exigía el modelo neoliberal y el desmantelamiento del Estado social. En esa degradación, el grueso del deterioro lo experimentaron los partidos socialdemócratas, que con las tesis de la tercera vía terminarían en los 90 abrazando sin complejos las políticas neoliberales (es Josep Borrell diciendo que bajar los impuestos a los ricos era socialista o Felipe González vendiendo las empresas públicas al tiempo que afirmaba que daba igual el color del gato mientras que cazara ratones).

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