Debemos a la historiadora angloamericana Bárbara Tuchman dos textos que merecen toda la atención en tiempos turbulentos: Los cañones de agosto y La marcha de la locura. Del segundo, ya hemos escrito en estas mismas páginas, y me permitiré utilizar los renglones anteriores para hacer breve reseña del mismo. En su texto, que pretende demostrar cómo el arte de gobernar no ha logrado los avances y el dominio que otras técnicas lo han tenido en el desarrollo de la humanidad, Tuchman, describe con riqueza en detalles y fuentes, la ingenuidad de los troyanos al aceptar el mítico Caballo de Troya de parte de sus adversarios, pese a las advertencias de algunos de sus propios conciudadanos; el cisma de la Iglesia católica, provocado por la cerrazón y vicios de los papas a los que les correspondió atender la crisis de reclamos derivados de abusos y privilegios que distinguieron a la institución religiosa previa la aparición de Lutero y los protestantes; la falta de astucia, inestabilidad política y carencia de estadistas que llevó a Inglaterra a una confrontación con las colonias inglesas, lo que derivó en la independencia de éstas y la pérdida de oportunidad para constituir una confederación que pudo haber sido el imperio más poderoso durante los siguientes tres siglos; finalmente, la serie de errores que llevaron a los Estados Unidos a la guerra de Vietnam, cuyos resultados forman parte de la historia reciente del mundo, por la derrota desastrosa y las consecuencias políticas que tuvo para este país, tal conflicto en Asia. En todos los casos lo que tenemos es una cerrazón a quiénes tomaron las decisiones a escuchar las advertencias; una ambición, sea de poder o material, que ignora toda llamada a la prudencia y una apuesta por el éxito que sobrepasa todo análisis racional.
Ahora hagamos breve repaso de Los cañones de agosto, al que debemos, quizá, el haber evitado la tercera guerra mundial, cuando, en la crisis de los misiles, en octubre de 1962, fue fuente de conciencia, prudencia y perspectiva, para la toma de decisiones del presidente John Kennedy, quién recién lo había leído, según lo dicho en el relato que realizó su hermano Robert Kennedy de aquella situación, en otro extraordinario texto: La crisis de Cuba. Trece días. El libro de la historiadora angloamericana ayudó a Kennedy a tener conciencia del error al que podía ser inducido por los militares al exagerar la reacción, sin dar cabida a una respuesta diplomática que, si bien no estaba exenta de riesgos, sí los disminuía con respecto a una respuesta militar que solo sería el primer eslabón de una cadena de acontecimientos que seguramente desencadenarían la hecatombe que no sucedió durante toda la Guerra Fría. En el prefacio de la obra Los cañones de agosto, escribe Robert K. Massie, Tuchman logra “no tanto que el lector sienta indignación por la maldad humana, sino que se entristezca ante el espectáculo de la locura de sus congéneres”. Expresión que me remonta a la filósofa Hannah Arendt y su concepto de la banalidad del mal.
En tiempos convulsos, que suelen ser los tiempos en los que se hace la historia y ésta se acelera para gravitar entre los acontecimientos que en otros momentos son solo anécdota, retornar a la lectura de ambos textos se vuelve una recomendación inevitable.
@CarlosETorres_