La gran ciudad que durante 200 años fue el esplendor del pueblo azteca, no se quedaba a oscuras, para empezar la ciudad era totalmente blanca, pues la pintaban con cal, de ahí el alucine de muchos españoles que al verla desde lo alto de las montañas, esa ciudad de laberintos fabulosos, puentes de maderas finísimas y pasarelas incontables, creyeron era de plata pura, cuando predominaba el color de la blancura y si acaso algunos colores chillantes en las múltiples torres y pirámides que sumaban por cientos.
160 mil almas en una ciudad flotante, miles de islas pequeñitas, las 4 calzadas famosas, el templo mayor, las escuelas y universidades guerreras, eran iluminadas durante la noche por braseros y antorchas despidiendo olores de copal e inciensos y dando la sensación de ser una ciudad almibarada y desprendiendo perfumes y colores impresionantes.
Adentro de sus casas, los aztecas dormían en catres o petates con finas mantas de algodón que eran traídas desde la huasteca potosina donde los tributos de ley fueron sentenciados desde Moctezuma Huilcamina cuando en 1450 dominó a los orgullosos huastecos, quienes presumían el chapopote para alumbrarse -.recuérdese que el primer pozo petrolero de México fue en Ébano a principios del siglo xx- y quienes pagaban tributos no solo de miles de mantas finamente bordadas, sino con alimentos, orfebrería, metales, plumas, animales vivos, doncellas y esclavos para los sacrificios.
Dicen las crónicas -eso leí en la biblioteca universitaria potosina hace 40 años- que los huastecos danzaban desnudos delante de los aztecas para presumir el tamaño poderoso de sus genitales y las caderas de sus mujeres que eran anchas y “de muy buen ver”, como venganza por ser un pueblo sometido.
Algunas teorías calcan que parte del pueblo azteca-luego de permanecer muchos años en las cuevas de Chicomoztoc en territorio zacatecano- emprendieron su larga caminata y se asentaron en la huasteca potosina y luego se unieron al camarada tenoch para definitivamente asentarse en el valle salado de lo que sería la gran México Tenochtitlan.
Aprendieron, -en síntesis- a alumbrar sus calles, a traer en sus canoas antorchas y braseros que iluminaban todos los caminos y calzadas, humos sagrados no estrujantes para el respirar o la vista, leñas de árboles enormes y mientras los niños y ancianos degustaban la rica nieve de chocolate con raspado traído del Popocatépetl, la noche veraniega o la tarde otoñal era presagio también de mucha felicidad durante muchos años.