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domingo, 28 abril, 2024
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Reflexionando sobre la muerte

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Por: ÁLVARO GARCÍA HERNÁNDEZ •

A lo largo de mi vida me han invadido muchas incertidumbres, sin embargo, he tenido una sola certeza: la muerte. El final del camino terrenal puede estar impregnado de insospechables posibilidades, tal vez situaciones trágicas o desprendimiento del alma del material corpóreo en un contexto pacífico o bien, al dormir y ya no despertar; también como consecuencia del suplicio de la enfermedad y el dolor como mecanismos de purificación antes de nuestra partida extrasensorial. No sé si el Mictlán, el paraíso, el purgatorio y el infierno sean una realidad o solamente una justificación cosmogónica que ofrece recompensas o castigos a nuestra conducta humana; de lo que sí estoy seguro es de la persistencia del espíritu al plano carnal; no creo que nos vayamos del todo y para siempre. Dicen que en esta vida todo se paga, sin embargo, también estoy cierto de que para algunos y algunas, su existencia terrenal no alcanzará para saldar sus deudas, así sea con la peor de las enfermedades o el más grande de los dolores, por lo que sin duda, habrán de saldar sus adeudos en otras miserables vidas o sin trascender eternamente. Los difuntos sí vienen, platican, reclaman, protegen y acompañan, pero en algunos casos, la ciencia lo niega al igual que la existencia de otras formas de vida en otros universos paralelos. La muerte está ligada a la vida como un tatuaje permanente, cada uno de nosotros trae una fecha de caducidad que puede adulterarse; no obstante, el final llega, las personas se van, los amigos dejan profundos vacíos con los que tenemos que aprender a vivir; los familiares muertos nos dejan marcadas ausencias, al igual que otros que están vivos y cuyas almas ya están agusanadas. La vida, pues, debe aprovecharse al máximo: su néctar debe saborearse como manjar de dioses y reyes; la vida debe representar el cumplimiento de aspiraciones cada vez más elevadas y extraordinarias; la vida nunca debe cambiarse por odio, infamias y ataduras materiales que menoscaban nuestra posibilidad de amar, ser felices y gozar de las maravillas de la naturaleza. La muerte puede ser el recuento de eso que dejamos de hacer, de lo malo que fuimos, de aquello que no cumplimos y de lo que no nos atrevimos a realizar por diversos motivos. Qué lamentable sería llegar al umbral de la muerte insatisfechos, frustrados o infelices, viendo tal vez, cómo los zopilotes revolotean sobre tu cabeza esperando el deceso para arrancarte las entrañas y saborear lo acumulado durante tu vida. La muerte es dibujada como algo cruel, triste, y casi todas las veces, dolorosa, pero también puede ser el fin a muchas calamidades, al sufrimiento, a la soledad y al olvido, así, puede ser una gran bendición. La muerte nos recuerda que nacimos solo con el cordón umbilical unido a nuestra madre y que nos vamos sin nada, incluso sin nuestra progenitora pues muchas veces cumple su destino y se va a esperarnos. Al morir partimos sin posesiones o riquezas, si acaso queda la aspiración a ser recordados por lo bueno y lo malo de nuestros actos. La muerte es tan democrática, lo mismo vale el más pudiente que el humilde, el político más encumbrado o un trabajador que siempre dedicó su existir a servir honestamente. La muerte es tan apasionante como la vida, al nacer tenemos la incertidumbre de nuestro destino y al morir, igual, no sabemos que nos tocará experimentar al abandonar nuestros imperfectos cuerpos; ese gran salto nos puede conducir a escenarios dibujados de acuerdo a nuestra filosofía de vida o adoctrinamiento. En palabras de Juan José Montiel Montes, reflexionar sobre nuestra muerte es reflexionar sobre nuestra vida, es nuestra compañera más fiel, la única que nunca nos abandona puesto que puede sobrevenir en cualquier momento; rechazar la muerte es negarse a vivir; por ello, para vivir plenamente, hay que tener el coraje de integrar la muerte en la vida: yo agregaría que es fundamental vivir al máximo cada día para disfrutar la muerte cuando llegue; en mi consideración, es indispensable aprender a vivir cada etapa de nuestra existencia, aventurarnos al amor y al goce de cada estación del año, saborear tanto el frío como el calor, la primavera como el otoño. La vida es tan sublime como la muerte, ambas son emocionantes, impredecibles y únicas, por ello, jugamos con las dos, experimentamos a vivir y nos reímos de la muerte; somos una complejidad inmaterial que corre en espiral hacia la muerte, paso a paso, día a día.

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