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viernes, 29 marzo, 2024
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The human voice, de Pedro Almodóvar, o el imaginario de la ruptura

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Por: NANCY BERTHIER •

La Gualdra 477 / Cine

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«Nos gustaría que la ruptura fuera un corte limpio. Directo y limpio, de un solo golpe, como la espada que decapita. Pero la ruptura es un desgarro”. Así comienza el libro de Claire Marin sobre las Ruptura(s), y de eso trata la última película de Pedro Almodóvar, The human voice, una adaptación libre de la obra de Jean Cocteau, La voz humana, publicada en 1930.

Rodada durante el primer confinamiento, The human voice declina el tema de la ruptura como desgarro. En la soledad de un escenario único, el de su apartamento, una actriz (Tilda Swinton) interpreta una versión revisitada del texto de Cocteau, la última conversación telefónica de una mujer con quien fue su amante durante cuatro años. En un dispositivo que se asemeja a un monólogo, ya que el espectador solo escucha sus propias palabras, la actriz expresa estados emocionales contradictorios: aparente indiferencia, pasión aún viva, desesperación, ternura, ira, dolor, súplica…

La obra original se ha convertido en paradigmática en nuestro imaginario de la ruptura, que representa como puro desgarro. En el contexto de los años treinta, Cocteau retomaba un tema muy presente en el teatro de bulevar, el de la amante despechada, acorde con la realidad social de un mundo en el que las mujeres estaban mayoritariamente excluidas del mundo del trabajo productivo y confinadas al espacio de la reproducción y/o la dependencia. El escritor reivindicó una perspectiva realista que perfilaba una sociedad patriarcal en la que el hombre era el futuro de la mujer. Al mismo tiempo, su título le confería una dimensión universal, colocando en el centro de la narración la llamada voz «humana», en la que se aloja el dolor del abandono, que es intemporal. Esto explica la posteridad de un texto que fascinó a generaciones de creadores y actrices (Simone Signoret, Ingrid Bergman, Ornella Muti, Sophia Loren…) que dieron voz y cuerpo a la que, en el texto, se denomina indefinidamente («ella»). Además, la modernidad que representa el uso del teléfono, uno de los primeros medios de comunicación a distancia, no ha hecho más que aumentar con su espectacular desarrollo a lo largo del tiempo, con -y luego sin- cables, fijo y luego móvil.

The human voice es la tercera variación de Almodóvar en torno a este texto, después de La ley del deseo (1987) y Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) que explotaban la obra como un elemento entre otros de ficciones complejas. En The human voice, el cineasta se acerca más a la obra original. Este mediometraje se basa en una escenificación despojada, en la que la mayor parte de la acción se desarrolla en el apartamento de la mujer abandonada, con el único tema de la llamada telefónica final de su antiguo amante. La ruptura como desgarro se manifiesta en la voz y la interpretación de la actriz que pasa por la misma sucesión de estados emocionales contradictorios, entre el dolor, la desesperación, los impulsos agresivos y la ira.

El escenario en el que se desenvuelve sigue siendo un espacio de desastre, un antiguo «nido de amor», según la voluntad del director, donde cada color y cada objeto están dotados de un poderoso valor simbólico en eco a su situación. Las pertenencias de su amante, maletas y ropa, son manifestaciones de su presencia fantasmal y síntomas del desgarro en su ambivalencia: alternativamente rechazadas y adoradas, como el traje que golpea con un hacha y acaricia un poco más tarde. Los espejos le devuelven la imagen de la inscripción despiadada en su rostro del desgarro. La ruptura introduce en ella una duda existencial que intentará resolver ingiriendo pastillas: «Cuando te aman, no dudas de nada. Cuando amas, dudas de todo», escribió Colette. El motivo del perro del amante, evocado por Cocteau, se refuerza mediante una presencia constante que duplica la expresión de la devastación, eco animal de esta: «Es como un alma en pena», comenta ella, «te echa tanto de menos». La frialdad de la comunicación a distancia es acentuada por el uso de auriculares Bluetooth, que intensifican la expresión de la soledad de la mujer. Ya ni siquiera está conectada a su interlocutor por un cable y da la impresión de estar soliloquizando.

Algunos críticos resaltaron la falta de fidelidad a Cocteau, sobre todo en lo que respecta al final de la historia, que termina así: «Date prisa. Adelante. ¡Corten! ¡Corte rápido! ¡Corten! Te quiero, te quiero, te quiero, te quiero, te quiero ……………….. (El receptor cae al suelo)». El espectador intuye las patéticas secuelas de una vida rota y enteramente dedicada a desgarrarse, sugiriendo el dramaturgo que «la actriz diera la impresión de desangrarse, de perder la sangre, como un animal que cojea, de terminar el acto en una habitación llena de sangre». En la película de Almodóvar, en cambio, la mujer abandonada opta por transformar el desgarro en un «corte limpio», lo que no había logrado con el hacha, pero que materializa con el fuego. Su gesto incendiario, al que su examante asiste desde la distancia, es acorde con su deseo de borrar definitivamente los restos de su amor perdido, huellas fantasmales de un pasado que había permanecido indeleble hasta entonces: «Soy yo quien arde, mi amor”.

Por muy doloroso que sea, es ella quien toma la iniciativa de poner fin a la conversación («Cuelgo. Tengo que aprender a colgar, cariño») y de volver a tomar su destino en sus manos, liberada del mortificante vínculo, tirando el teléfono. Rompe la situación de encierro, psíquico y material, que la última secuencia materializa con su salida al exterior tras un largo huis clos, vestida con un último traje, cuyo carácter informal contrasta con el incómodo vestido de Balenciaga de la primera secuencia. El soliloquio se convierte en un diálogo cómplice con el perro, subrayado por un elocuente intercambio de miradas. Las palabras que le dice reflejan su plena conciencia de que aún le queda un largo camino por recorrer para alcanzar el olvido: «Más vale que te hagas a la idea de que vamos a llorar juntos». Pero es a este precio que puede finalmente retomar las riendas de su vida, con un recobrado sentido del humor y un compañero de infortunio.

La transformación que hace el cineasta del final de la historia corresponde a una actualización de la obra, casi cien años después de su estreno. Si el dolor de la ruptura amorosa sigue siendo actual, lo que no lo es tanto es la dependencia social de la mujer respecto al hombre, o al menos su aceptación. El sentido de la vida de la protagonista no está determinado exclusivamente por la mirada masculina de su amante. En el fuera de campo de este final, el espectador puede imaginar una secuela de resiliencia que se apoyará en otros elementos ricos y múltiples que ella había mencionado al principio del recurso, cuando fingía indiferencia: «lanzarse al trabajo», al ocio (restaurante, teatro, compras), o a ver a sus amigos. Con esta elección, el cineasta opta por deconstruir los estereotipos de género en torno a la «mujer rota», necesariamente derrotada. Sin temor a ser infiel.

 

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