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miércoles, 1 mayo, 2024
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La nieve tan cerca [Cuento incluido en el libro ‘Los que son azules’, cortesía del autor y la editorial Niña Loba]

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Por: GERARD SERRA •

La Gualdra 615 / Literatura / Adelanto editorial

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DENTRO DE LA LICUADORA hay un líquido extraño. Un cóctel de esos que le enseñó a hacer mami: un buen chorro de Kalhúa, bastante leche y hielo picado. El hielo golpea las paredes del recipiente conoide de vidrio. Esta tarde se celebrará una gran fiesta de disfraces y en la licuadora se baten los reactivos de la bebida que mami suele prepararse por las tardes: Kalhúa, leche y hielo. Y afuera están mis personajes. Tienen la misma edad y estudian en una de esas escuelas en las que es bastante común ver bocadillos de jamón del bueno envueltos en las planas del New York Times. Los cubitos de hielo son como las piedras pero están sometidas a ciertas temperaturas relativas, ciertos ambientes de estrés que hacen que vivan menos y peor que las piedras, piensa Mariona. Así, cualquiera. Mariona es una chica agraciada, rubia, chistosa, bien (según la opinión de unos) o mal (según la opinión de otros) vestida. Excéntrica, sí. Tal vez demasiado delgada. Un‑pequeño‑saco‑de‑huesos. Lo suficientemente lista para que no termine de caer bien en las fiestas. Mariona vierte el contenido de la jarra pesada, fría e imprecisa en dos vasos de highball. Álex toma uno con una delicadeza excesiva. El índice y el meñique quedan descolgados. El Silestone de la cocina tiene una pátina de cosa cara. En las casas de la gente elegante no hay oro ni cosas aparentemente caras. [Álex toma un sorbo: sabe a menta. El alcohol le sabe a menta. Esto es porque la primera y la última vez que probó el alcohol fue en unas vacaciones en La Habana y fueron dos mojitos]. La gente elegante no compra cosas caras que tú puedas ver: compra Silestones caros, baldosas caras y tejas caras. Y luego compran casas y las venden y compran casas y las venden. Y después de todas estas operaciones, cuando ya son mayores, se compran un barco. Una cosa ultraligera a la que no pueden poner las tejas carísimas que han sobrado después de tantas, tantísimas operaciones inmobiliarias. Una cosa que cada vez que una ola golpea el casco te revienta el culo.

Álex es otro chico de familia bien. Un joven alternativo e idealista: todavía no sabe si sus ideales pertenecen a la alt-right o a la alt-left, solo sabe que son alt-(algo). Acaba de terminar la maqueta del centro comercial que él mismo proyectó. Tardó solo tres meses en hacerlo y lleva ocho meses buscando un concurso en el que acepten a niños listos de quince años. No llega al metro sesenta y es rechoncho y anda encorvado, pero extrañamente parece que su inteligencia y su incapacidad social lo conviertan en un chico denso. En un agujero negro sin atracción o en un lingote de una sustancia todavía más densa que un mantecado de Navidad recién estrujado.

—Hay que ponerse a tono —dice Mariona. (Las palabras no son suyas, pero las pronuncia ella).

—Hay que TEMPLARSE. —El Kalhúa, la leche y el hielo picado homogenizados descienden por su garganta sin apenas rozar su lengua.

—¿Quieres? —pregunta Álex. Le tiende una cajetilla de cartón. Parece de cigarrillos.

—¿Qué son? —pregunta Mariona.

—Son grageas Jelly Belly —dice él—. Hay dos de cada color: una buena y otra mala. Una sabe a chocolate y la otra a comida de perro; una sabe a palomitas y la otra a huevo podrido; una sabe a melocotón y la otra a vómito. —Se detiene un momento—. Hay una que sabe a arándano o a pasta dentífrica.

—Es que no tengo hambre —dice Mariona. —Están buenas —dice Álex—. Bueno, una no.

Entran en la habitación de Mariona y Mariona se quita unas zapatillas con suela de poliuretano negro que son horrendas, pero son también irresistiblemente cómodas. Mariona tiene los pies feos; pero a Álex no le parecen unos pies especialmente feos. Solo son unos pies distintos. De hecho, parece que tuvieran más dedos. Podría haber seis. Siete no. Los cuenta: son cinco dedos. Es solo que hay una medida para cada cosa. Y en este caso es como si los pies de Mariona tuviesen dedos de más cuando, en realidad, lo que tienen, son unos metatarsianos bastante marcados o la piel del empeine demasiado fina. Unos metatarsianos que anticipan al espectador los dedos que vendrán y, al final, parece que hayan ocurrido varias veces; especialmente si están en movimiento. Alex apura el vaso de Kalhúa con leche y hielo picado mientras le mira los pies. Las pisadas de Mariona se sienten agradables y cálidas (casi mullidas) porque el suelo de parqué porcelánico irradia calor. Álex tiene cruzadas tan sutiles como la de preferir los suelos de madera natural frente al parqué porcelánico. El parqué natural funcionaría de aislante del calor entre el sistema de suelo radiante y el propio suelo; pero los jóvenes (y más los jóvenes idealistas como Álex) otorgan una importancia excesiva a la autenticidad.

Esta noche tienen una fiesta de disfraces. Álex visitó hace un par de días una tienda de disfraces del centro de la ciudad: una que tiene un escaparate pequeño y una puerta de roble y el suelo de roble. Álex preguntó si tenían algún disfraz de algo muy silencioso. Álex no quería ir a esa fiesta. Sintió que acababa de poner a la dependienta, como suele decirse, entre la espada y la pared. E intuyó erróneamente que la dependienta no hallaría una respuesta. Inmediatamente, sin embargo, la dependienta le sugirió que fuera de nieve. «¿Hay algo más silencioso que la nieve? —le preguntó—. ¿Hay algo más silencioso que la nieve? Joder. ¿Tienen disfraces de nieve?».

Mariona decidió unirse al club. Por lo visto no es una cosa tan extraña. Según la dependienta de la entrañable tienda de disfraces, cada dos meses viene alguien preguntando por un disfraz de algo silencioso y ellos saben que tienen que venderle un disfraz de nieve. Es como una especie de código. Hay un código similar entre los calvos con prótesis capilar. Uno pregunta «¿Sistema?», y el otro responde afirmativamente: «Sistema».

Mariona se desviste y Álex se queda mirando la piel de sus pechos debajo del sujetador ahuecado mientras ella se agacha para ponerse el mono. El disfraz está hecho de felpa y tiene un montón de borlas que cuelgan de aquí y de allá. Tiene también estrellas en forma de cristal de nieve y brillantes de color celeste. «¿Qué? ¿Crees que tengo las tetas pequeñas?», le pregunta, sin mirarle a los ojos. Álex se agacha, tímido, y se pone su disfraz de nieve.

Cuando salen a la calle se sienten tan extraños. Tienen la sensación (y puede que sea así) de que los transeúntes no les quitan la mirada de encima. Los hay incluso que se ríen o comentan algo con sus parejas o sus amantes. Álex y Mariona tratan de enderezar la espalda, pero las borlas blancas se dejan mecer por el viento helado y los brillantes reflejan las luces apagadas de farmacias, zapaterías y restaurantes de comida rápida.

El salón de fiestas está solo a un par de manzanas. Las ondas de la música restallan contra las aceras y los coches aparcados. Álex le abre la puerta a Mariona. El ruido es ensordecedor. Álex piensa en devolverle el disfraz a la dependienta de la tienda de disfraces. Le dirá que su disfraz de nieve no amortigua el sonido. Que la nieve estaba defectuosa y que, por lo tanto, este no era el disfraz silencioso que le habían prometido. Le dirá todo esto, sí.

La primera imagen que ven es la de una enorme vaca. Es un disfraz en dos partes. También hay superhéroes y unas cuantas enfermeras.

—Mi madre dice que cuando sueña con una vaca es porque va a llover —grita Mariona.

—¿Qué?

—Que mi madre dice…

El disfraz de vaca es el que ocupa más espacio y es también probablemente el disfraz más vistoso de todos. Pero por dentro podría estar ocupado por dos hombres tristes que no tienen nada de qué hablar. O tal vez solo por plástico de burbujas. Quién sabe.

Mariona acaba de pedir dos Coca‑Colas. De repente, aquello se vuelve demasiado grande para ella. Y en los vasos hay más hielo que Coca-Cola. Mariona se acuerda de los muebles de la cocina de sus abuelos. Ellos viven en un piso humilde comprado en los años ochenta. Los muebles de la casa de sus abuelos son mucho más endebles que los de su casa: cada vez que ella los visita, sus abuelos la regañan porque azota las puertas. Ellos, sin embargo, son tan cuidadosos. Además, los muebles de la cocina están laminados en un azul imposible más propio de los sesenta. Están hechos de aglomerado y parece que hasta la fórmica lucha por descascarillarse y lanzarse al vacío. Así de vulnerable se siente ella ahora.

—Álex, ¿te parecería bien que nos fuéramos? —dice ella. (Él, en el fondo, estaba allí por ella).

Álex se mete una gragea en la boca: podría ser de chocolate o de comida de perro.

Fuera hace frío, pero esta vez se sienten como cómodos. Tanto, que ni siquiera miran a su alrededor. La noche es silenciosa aunque las olas rugen. Buscan a tientas una roca grande y cuadrada en la que puedan sentarse, en el malecón. Hace tanto frío que, si esta noche tuviera que llover, probablemente nevaría.

Se acurrucan en el silencio de sus propios cuerpos y sienten el contacto de sus pieles luchando por ganar algo de calor. Y, de pronto, la nieve empieza a caer.

 

 

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