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viernes, 19 abril, 2024
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Paisajes barrocos para un nuevo mundo

[Reseña de Jusepe, de Andrés del Arenal]

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Por: Conrado J. Arranz •

La Gualdra 563 / Libros

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Jusepe es la primera novela del escritor mexicano Andrés del Arenal, afincado en Madrid; es también el nombre del personaje principal y la voz con la que aludir cariñosamente al pintor José de Ribera, “El Españoleto”, nacido en Játiva (Valencia) en 1591 y fallecido en Nápoles en 1652. Sobre este, dice la página del Museo del Prado —templo para muchas de sus obras, entre ellas hasta cinco San Andrés— que “prácticamente no existe casi ningún testimonio o prueba documental de su infancia y primera formación artística”. Sin embargo, cuando uno cierra el libro, constata justo lo contrario: que si algo conocemos de él es precisamente aquella etapa de crecimiento y formación, constatada además por la perspectiva narrativa de su madre Margarita, su padre Simón, sus hermanos Jerónimo y Juan, y la de él mismo —capítulos de este libro minimalista—. Por tanto, aquel enigmático “casi ningún” niega la posibilidad de la prueba documental, del archivo histórico, pero mantiene un margen subrepticio para la literatura, quizá la huella más viva de la historia, al menos para los lectores. Así, en la página del museo seguirá constando aquel “casi ningún”, pero nosotros sabremos que no es cierto, que conocemos a “José o Joseph o Jusepe”, como si hubiéramos convivido con él aquellos primeros años de aprendizaje, como si lo hubiéramos acompañado mientras era perseguido, como si nos hubiéramos quedado también ciegos y solo viéramos lenguaje.

Dado su carácter de ópera prima, resulta imposible eludir una reflexión sobre la oportunidad del tema tratado: ¿por qué un escritor mexicano se interesaría por un personaje español de tan remoto tiempo histórico y tan alejado espacio geográfico? Al respecto, se da la circunstancia de que una novela prácticamente coetánea, Declaración de las canciones oscuras (2019), de Luis Felipe Fabre —ópera prima también—, comparte de alguna forma tema y centra su narración en San Juan de la Cruz, poeta que, por azares, falleció el mismo año en que nació Jusepe: continuidad de personajes, continuidad de novelas, ¿nueva tradición de una nueva forma de novelar a través del lenguaje, la herida / el cuerpo y el tiempo histórico?, ¿nueva novelización que resignifica lo mexicano a partir de la recuperación de lo negado? Si algo queda claro es que aquella España duplicada que era vista como imperio y colonia en ultramar, en realidad, sumaba miserias fácilmente trasladables a la burla o al juego. El diálogo entre ambas novelas, a todas luces —u oscuridades—, es sorprendente: el lenguaje se sitúa en el centro —porque eso nos separó y hoy nos une— y es un lenguaje próximo al de aquel encuentro, un lenguaje creador que pretende ser fósforo al interior de nosotros mismos —los lectores de hoy—, un lenguaje que sobrevive a la oscuridad del tiempo y, por ejemplo, de la religión: aquella que mientras pretende la conversión de los politeístas en las remotas tierras de ultramar, persigue y expulsa a los conversos de su territorio peninsular; aquella religión, en este sentido, también creadora, que se sitúa en el centro de la narración en tanto que los Ribera eran moriscos perseguidos. Un lenguaje tan contradictorio.

Conocemos la vida de Jusepe, como vimos, a través del caleidoscopio que forman las perspectivas de unos personajes que poseen un vínculo extraordinariamente fuerte con él, además del propio lazo familiar. A pesar de esto, en la novela se respeta también una cronología, la cual nos permite a los lectores ir madurando con el pintor. Eso sí, no hay una trama en sentido estricto, es absurdo buscarla, porque esta la constituye su propia vida, la que se conoce, pero, sobre todo, la que de alguna forma se ve reflejada en sus cuadros, porque a veces la trama no es otra cosa que la continuidad de la acción que se desprende de los cuadros que implícitamente están descritos con palabras; y esto supone una gran técnica.

En ocasiones, entre la enorme oscuridad del tiempo histórico que parece apoderarse del camino de Jusepe, se producen pequeñas historias luminosas en los márgenes, como la del rey Trástulo, que acogía y alimentaba a toda una suerte de corte de los prodigios -guiño a la literatura del Siglo de Oro- a cambio de un rito de paso: desbautizarse. Estas pequeñas historias -más narrativas y estructuradas- son los fogonazos de luz antes de que la lectura más biográfica nos vuelva a sumergir en una pesada oscuridad: “eran tiempos oscuros”, “ya no pudo acostumbrarse a la luz”, “no se vio nada”, “su vida es una sombra errante”, “Jusepe se incorporó y atravesó el umbral hacia la noche”. Esa es una gran parte del pacto de lectura: debemos aprovechar esos momentos luminosos antes de volver a la oscuridad y antes también de darnos cuenta de que todo es lenguaje, ese que nos une y separa a un tiempo, ese que arrastra la historia.

La novela no deja una enseñanza expresa, su poética no lo permite, pero las posibilidades de lectura se multiplican: en el fondo de la oscuridad más profunda podemos asirnos a una luz creadora. Si Goya, con sus pinturas negras, anticipó el tiempo posible de la evolución pictórica, Del Arenal, con su alusión a los claroscuros de Ribera, anticipa el camino a través de un mundo cada vez más globalizado, violento e individualista, en el que la clave para sobrevivir es la minuciosidad del lenguaje, capaz de animar -dar alma- e iluminar lo ínfimo, capaz de obrar como bisturí. Por remoto que sea el tiempo y lejana la geografía y la historia, la obra literaria es contemporánea, presente, espacio nuevo para sus lectores que, ante todo, quieren ver. Bienvenida la literatura mexicana que, como no podía ser de otra forma, se escribe -y habla- desde numerosas latitudes, cuestionando fronteras.

Andrés del Arenal, Jusepe, Valencia, España, Contrabando (Narrativa, 28), 2020, 101 pp.

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra_563

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