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viernes, 19 abril, 2024
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Equivocarse de error

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Por: Guillermo Nemirovsky •

La Gualdra 472 / Río de palabras

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No sé si soy yo, pero para mí la realidad una cosa de lo más escurridiza. En la escuela me enseñaron que lo que nuestros ojos captan llega al cerebro a través del nervio óptico de manera invertida, como en una camera oscura, y que, en una operación asaz mágica, este se encarga de enderezarlo para que podamos seguir viviendo sin vértigos ni tropiezos. Antes, tenía el ingenuo sentimiento que los ojos eran como un balcón en el que nos acodábamos para disfrutar en directo de la realidad, pero resulta que no, que los fotones que dan fe de la existencia de las cosas son misteriosamente procesados en el fondo de la cavidad craneana porque si no, pobres de nosotros, estaríamos mareados y perdidos. Me sentí como estafado, y me quedé con una duda pasmosa: si no tengo un acceso directo a la realidad, ¿qué puedo saber yo de ella con certeza? Es más, mucho después me enteré que esa realidad constituida por la materia bariónica y palpable (hecha de átomos y moléculas), representa tan solo el 4.9% del universo. No sé a ustedes, pero a mí, saber eso me causa más vértigo que cualquier imagen invertida.

En contraste con mis dudas, observo con alarma la vehemencia con la que, mayormente en las redes sociales, la gente se empeña en afirmar sus certidumbres. Da la sensación de que cada uno (y yo, por supuesto, no me salvo de ello) piensa ser el único en haber comprendido esa escurridiza realidad, en medio de una ceguera general. Lo asombroso, a decir verdad, es que tengamos fe (porque es fe y no otra cosa) en nuestra percepción y en nuestras ideas. A veces nos ayuda acudir a los grandes pensadores, como si fueran una garantía de veracidad. Desgraciadamente, abundan las anécdotas que dejan mal parados a estos genios, y que siembran más dudas que certezas.

Una de las mentes más brillantes de la historia, Arthur Schopenhauer, no vaciló en sacar conclusiones definitivas a propósito de las mujeres, de todas las mujeres, porque no soportaba la libertad sexual y el deseo de independencia económica e intelectual de su portentosa madre. En su desenfadada misoginia, llegó incluso a violentar a una vecina porque esta fumaba y se reía ruidosamente, y por ello terminó pagándole una pensión vitalicia tras ser condenado por un tribunal. Hoy, sus sesgos misóginos nos parecen obvios (y absolutamente detestables), pero aquel gran clarividente nunca se detuvo en tales pequeñeces, consciente de su prodigiosa inteligencia. Se me ocurre que la inteligencia, al servicio de la estupidez, da por resultado una estupidez al cubo. Si Schopenhauer podía equivocarse de tan abultada manera, y a propósito nada menos que de la mitad de la humanidad, ¿qué cabría esperar de nuestra escasísima capacidad de entendimiento?

El fundador de la lingüística moderna, el suizo Ferdinand de Saussure, especialista del indoeuropeo, ideó a principios del siglo veinte una teoría sumamente elaborada a propósito de la lengua. Uno de sus méritos fue haber aplicado el rigor científico a un tema hasta entonces más relacionado con la poesía que con la ciencia. Eran los tiempos del positivismo, y aquello que se podía expresar en ecuaciones parecía poco menos que irrefutable.

Si la teoría saussureana es aún hoy muy difundida, menos conocida es su pasión por los versos saturnianos, un género literario de la poesía latina. Los estudió con ahínco durante años y se persuadió que cada verso conllevaba un mensaje secreto, según una clave también secreta que se transmitían generaciones de poetas desde tiempos inmemoriales. Su idea era que los versos constituían anagramas, y que solo se podían entender “de verdad” mediante una lectura adecuada a base de complicadísimas reglas de permutación y de desplazamiento de letras. Le llevó años forjar una teoría que desvelara tamaño “secreto”. Dio la casualidad que se enteró de la existencia de un concurso de poesía saturniana, y le escribió al ganador para decirle, en substancia, que él sí había entendido lo que realmente querían decir sus versos, lo que en verdad sus palabras escondían. Pero el secreto, como decía Umberto Eco, era que no había ningún secreto.

Me gusta imaginar la cara de perplejidad del esforzado poeta neolatino al leer la carta de Saussure, y creo saber que ni siquiera se tomó la molestia de contestarle, quizás convencido que su corresponsal estaba loco de remate. Obviamente, si en un verso tenemos casi todas las letras del alfabeto, con ellas podemos construir cuantas palabras se nos ocurran: es el principio mismo del anagrama. No sé si fue el despecho, el bochorno o la decepción, el hecho es que el gran lingüista suizo desapareció del mapa, renunció a su cátedra en la universidad de Ginebra y al poco tiempo murió. Creo, sin embargo, que cada día le rendimos involuntariamente pleitesía equivocándonos a troche y moche. La realidad se nos presenta como un alfabeto desparramado, y vamos componiendo palabras (e ideas) a nuestro antojo, convencidos que nuestros versos son la realidad.

Ahora bien, si nuestro acceso a la realidad es tan escaso como lo sospecho, si cabe (en mi mente enfermiza) hasta dudar que la realidad exista, ¿por qué sigo viviendo como si nada, saludando al panadero, asombrándome o indignándome y acaso luchando, por ejemplo, contra las injusticias? Me viene a la mente el argumento de los cínicos de hoy, que consideran a los humanistas con desprecio porque su altruismo, según ellos, no sería sino una forma hipócrita de narcisismo. La respuesta es, paradójicamente, obvia: tengo que dudar hasta de mis dudas, pero si me equivoco en todo (cosa muy probable), por lo menos no quiero equivocarme de error.

 

 

* Traductor, profesor de la Universidad d’Evry-Paris-Saclay.

 

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