Jamás un cadáver promesa
Muchos nos debatimos entre prepararnos efectivamente para un futuro o vivir con intensidad el presente. ¿Podemos hacer ambas cosas al tiempo? Por supuesto que sí pero ¿cuál más conscientemente?
En el lustro más reciente he visto brillar y consumirse a personas muy talentosas. He apreciado la luz que cerca de mí irradiaron y luego me he enterado de sus terribles agonías y muertes. No diré nombres porque espero que muchos de mis lectores apliquen mis palabras a sendos contextos y encuentren sus propios genios finados.
Me consta, pues, que esos genios se preparaban para un mejor futuro. Sin duda lo tendrían, sin duda nos lo darían. Pero la muerte, a la que entiendo como un desequilibrio sin punto de retorno en la salud, provocó el descarrilamiento de estos hombres y mujeres casi portentosos.
En cuanto a mí, ¿temo a la muerte? Por supuesto que no: en mi inteligencia la asumo más como ausencia de vida que como una entidad oscura, segadora y rapiñera; ladrona de minutos, horas, días. Lo que sí me estremece es que su llegada a mí se dé mucho antes del tiempo en que calculo que tendré madura mi obra: mi ahora incipiente producción literaria y docente, en lo profesional, y la transmisión de mi legado, mis convicciones y valores, en lo familiar.
La vida es ahora, sí, y en ella me debato para cosechar sólo aquello que considero suficiente en aras de seguir alimentando mi largo aliento productivo. Jamás seré un cadáver promesa, sino aquella putrefacción que dio todo lo que tenía que generar.
Jamás seré un cadáver promesa, no daré ese gusto a los altos cuervos que ahora buscan bailotear sus uñas sobre mi carne, los que me quieren en el hoyo, famélico, menesteroso, más exhausto que nunca. Jamás seré un cadáver promesa, sino el exprimido que murió tras la entrega contundente.
Jamás seré cuarentóntieso que dentro del ataúd recibirá alabanzas por un futuro que no alcanzó a mostrar. Jamás seré el caído en la primera parte del trayecto, sino el que se deshizo y confundió con las luces que acarician la cúspide.
Jamás seré el que amerite lamentos por una trayectoria interrumpida. No caeré en los pasos inmediatos: vivo mi vida con todo el peso de mis pasos, con el tecleo de mis ochenta dedos y la perspectiva que me dan mis dieciséis ojos.
Seré cadáver, sí: carne dada a los gusanos. Pero será carne seca, estrujada por la entrega a la que pertinaz me someto. Nada me llevaré a la tumba porque todo quedará entre mis lectores, entre mis alumnos, entre mis padres y mi abuela y mi esposa y mis hijos. No soy dueño de mí, sino sólo el conductor. Me han prestado esta vida racimo y antes de que llegue mi final la retornaré vencida por abundancia embriagante. ■