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viernes, 26 abril, 2024
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Tratado de grafopatía en mi presentador* 

■ [Segunda parte]

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Por: Manuel R. Montes •

La Gualdra 511 / Libros

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«El evangelio según Bob, el errante»

Con inusitada valentía, Gonzalo Lizardo escribe o percute una prosa de fondo a la cantata del mito aún vivo de Dylan, a saber, coloca su perspicacia de vatako progresivo detrás de la leyenda que nunca estuvo ahí, con el propósito, que logra, de sumarse al batir de címbalos que celebraron la consagración de la contracultura simbolizada por la entrega del controversial Nobel, hace un lustro, a quien Gonzalo Lizardo considera «narrador en verso», si bien menos ducho en sus textos literarios que al trasluz de sus canciones, «que nos canta con versos siempre impecables». Entreverando libros y temas canónicos, un Gonzalo Lizardo cortazareano y perseguidor le quiere dar caza mediante su panegírico al enorme artista del aire Bob, a quien por cierto inverosímilmente Bernal Santur vio levitar en la Plaza de Armas flanqueado por una escolta de cuervos ancestrales en abrigo y tocados con bombín, acuchillando el trovador, desde sus iris azules cobalto, a la indolente audiencia provinciana bajo un sombrero–UFO de blancura lunar. Gonzalo Lizardo, pues, recorre los cortes de Dylan con frenesí de melómano y diletante de cuentos, en un shuffle de play list fragmentario y panorámico que fija y deslíe la portentosa discografía del heraldo de Minnesota en quien convergen el héroe y el forajido, el mago y el historiador, el justiciero y el cronista, el vidente y el anarquista, compositor de obras maestras «a medio camino entre el realismo testimonial y la invocación mítica». También en estas páginas ocurre una trepidación de batería, entresacada de una estrofa del tema «Sad–Eyed Lady of the Lowlands»: «Mis ojos de almacén, mis tambores árabes / ¿Dónde dejarlos junto a tu puerta / O acaso debo esperar, triste dama?», Gonzalo Lizardo especula que los «ojos de almacén» son los de un judío errante, que, como Bernal Santur, «tocó sus tambores mientras recorría el mundo, almacenando en sus pupilas los recuerdos que luego ofrendaría a su amada», es decir, en el caso de mi doppelgänger, a la Ilusión. 

«Brian Eno versus el canto de Andoar»

El grafópata, en tanto antología de grandes éxitos, fue producido apócrifamente por un literaturizado Brian Eno, el tótem de la música generativa que para Gonzalo Lizardo es el epítome causante de hacer de la música contemporánea una mitología, merced a sus «experimentos sonoros» indisociables de una «obra corrosiva, hermética y contagiosa». (Al margen, y perfilando a Bernal Santur a través de la glosa lizardeana, lo creo amante correspondido de la música, «tal vez sin merecerlo».) A estas alturas de su volumen, Gonzalo Lizardo ya es un todoídos que repiensa, desde Viernes o los limbos del Pacífico, de Michel Turnier, su «forma de entender y escuchar música». De tal rewind perceptivo entrecomillo estos mensajes de carácter subliminal: «Robinson y yo comprendimos que la música era algo más que el sonido de ciertos instrumentos, organizados con hábil geometría y ejecutados por virtuosos de fragante levita y empolvada peluca»; «para Brian Eno es tarea del artista innovar, reciclar, combatir y desdeñar las metáforas que dominan nuestro pensamiento sensorial»; «podemos bañarnos mil veces en el mismo río al escuchar mil veces la misma canción. Se trata, por supuesto, de una utopía hermosa»; «creo que cualquier pieza musical, compuesta con verdadero arte, jamás será la misma»; «En lugar de someterla a leyes específicas y distintas, o de convertirla en expresión de nuestras alegrías o sinsabores, el artista debe someterse a la música, desvanecerse en su belleza fractal, inhumana, sorprendente, indecible». Bernal Santur suscribe y revienta esta entrada con un golpe simultáneo a sus dos platillos crash.

«Sor Juana y Johanna: del caracol a las esferas»

Espejismo este de resonancias o afinidades neoplatónicas en el que Gonzalo Lizardo diserta sobre la poeta de Asbaje que «expresó repetidas veces en prosa y en verso su interés por lo musical», y la pianista sin justa fama de Leipzig que migró a Nueva York que «siendo compositora de vocación, escribió poemas muy sugerentes como texto o paratexto de sus piezas musicales». Gonzalo Lizardo pliega el aura de ambas creadoras, muy al estilo de los planos escherianos a los que nos tiene tan bien acostumbrados como artista visual, y nos deleita con una duografía cósmico–poética en la que intersectan «el Número con la Belleza, el Sonido con el Sentido, la Materia con el Espíritu, la disonancia de lo temporal con la eternidad de lo armónico». Armonía es para Sor Juana una «línea espiral, no un círculo», como lo sostuvo en su Tratado del Caracol, título este que designa o evoca la postulación a la que aludo, y en la que se argumenta que revuelta en sí misma, es tal armonía, por su forma, eso, una especie de caracol. Bernal Santur, al vuelo, discreparía diciendo que, vista desde arriba y si se la «recuesta», la coraza de un caracol es en efecto un círculo, y por lo tanto un disco análogo, al menos figurativamente, al tambor, de manera que no hay nada más armónico—guitarristas y cantantes, vecinos rencorosos, tápense los oídos—que una vataka, o sea, un aquelarre de caracoles en formación de sistema solar. Johanna Magdalena Meyer explora por su parte «la música de las esferas» pitagórica en su obra homónima, «muy emotiva y melancólica», que Gonzalo Lizardo disecciona con oído canino–binario no sin informarnos que dicha pieza «tiene un privilegio histórico: ser la primera grabación de una obra electrónica compuesta por una mujer». 

«“Gloomy Sunday” o la plenitud del suicida»

El verdadero e indiscutible anti–rockstar del Grafópata, ya se habrá corroborado, es Matías Ximénes, «Maxi», «el otro», defensor de una estética carroñera con quien Gonzalo Lizardo vuelve una y otra vez a encararse, amplificando aquí la cinta de un cassette con la rola que «ha musicalizado los momentos finales de muchos suicidas», a saber, «Gloomy Sunday», originalmente intitulada «Szomorú Vasárnap», del húngaro Seress Rezsö, y fatigada por el copy cat lizardeano en «veintiún interpretaciones de un mismo sentimiento: el luto metafísico, expresado con los dialectos del jazz, el dark metal, el hip hop, la música orquestal, de cámara o de cabaret». La interpretación caleidoscópica de «Maxi» de la estigmatizada elegía pone a Gonzalo Lizardo a desentrañarla y a documentarla como pilar de la sensibilidad occidental y a proponer un par de preguntas que, si me lo permiten, al transcurso de la escritura de Tratado de la Ilusión, y aun después, me intrigaron en demasía: «¿es estéticamente válido el arte que convoca los poderes autodestructivos que cada hombre guarda en su interior?»; y: «¿No sería preferible aprovechar la fuerza del arte para fortalecer nuestra pulsión de vida?», Bernal Santur y yo apostamos por la última vindicación. ¿Será «Gloomy Sunday» o «Domingo de Agüite» el soundtrack que causa que nos abrumen los minuteros inextinguibles del séptimo día? Tres noches, por ahora, nos apartan del citatorio terrible que insinúa la canción, ¿favorita?, de Gonzalo Lizardo y de su irredento «Maxi», y de la que las palabras de su letra retumban en El grafópata, paradójicamente, como «necesarias para procurarse la vida». 

«El bestiario mítico de Tomás Méndez»

Bien, El grafópata, conforme se avanza en su lectura, nos distancia de su título baudelariano y metaliterario, y más que abordar la escritura o su «mal», amplía su abanico (su acordeón) temático, expandiéndolo a la manera de la portada del Sargento Pimienta, y sigue hablándonos, dichoso y erudito y oral, de músicos y de sus herencias universales, en este caso de Tomás Méndez parangonado al inicio, por oposición, al infalible Gabilondo Soler, adentrándose Gonzalo Lizardo en sus jaulasonoras «Cucurrucucú, paloma», y «El casamiento de los palomos», respectivamente, adjudicándole a Tomás Méndez el epíteto de «cantor por excelencia de la provincia rural» y juglar del «hombre que aguanta las penas como las aguanta un macho, es decir, llorando» (y coincido: sépanlo si no quienes auspiciaron su tristeza maledicente oyendo al charro tectónico Vicente Fernández, quien aun en su sepelio y sin micrófono, advocado por sus fieles, siguió alcanzando las más elevadas notas del espíritu de la masa mexica). Gonzalo Lizardo escudriña entonces la faceta emersoniana de Tomás Méndez y acentúa el hallazgo de que los animales representan en su cancionero «las fuerzas del mundo natural, no solo las fuerzas exteriores, como el relámpago o la tempestad, sino las internas, como los celos y el despecho», mérito que se añade al aún mayor de haber expresado, «como muy pocos saben hacerlo, a ese México mítico y bravío, vernáculo y moridor, cuyo sistema de valores aún perdura». Bernal Santur tararea, impertinente: «Cucurrucucú, vataka, cucurrucucú, no llores»… 

[Continuará]

* Con motivo de la presentación de Tratado de la Ilusión (Ediciones Oblicuas, 2021), y El Grafópata (el mal de la escritura) (ERA, 2020), en la Ciudadela del Arte de Zacatecas el 16 de diciembre de 2021. La primera parte de este artículo puede leerse en:

https://ljz.mx/11/01/2022/tratado-de-grafopatia-en-mi-presentador/

Ambos libros están a la venta en los enlaces https://www.edicionesoblicuas.com/obra/tratado-de-ilusion/ y https://www.edicionesera.com.mx/libro/el-grafopata-e-book_109065/

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la-gualdra-511

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