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martes, 23 abril, 2024
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Talleres literarios comunitarios

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Por: Erik Herrera •

Escribo casi en la ignorancia. Voy a tientas, me detengo, reflexiono y avanzo. Me vienen a la mente figuras emblemáticas de los talleres literarios. Obvio está el taller de literatura que daba Juan José Arreola en la Universidad y del que salió uno de nuestros grandes autores, traductor de Novalis, Rimbaud, y autor de “La cabeza rota”, un enorme ensayo acerca de la obra de Octavio Paz, Jorge Arturo Ojeda. Me llega la luz del taller de cuento que durante muchos años impartió Eusebio Ruvalcaba en cualquier cafetería cercana a su casa en el centro de Tlalpan, y el cual tuve la oportunidad de tomar gracias a la generosidad del editor David Magaña, quien nos patrocinó el costo del taller a tres escritores, entre los que se encuentra uno de los que más admirado: Fernando Mino, y a mí. Sé del famoso taller de literatura de Gerardo de la Torre, el cual no me tocó tomar, pero me han llegado a contar que era lo que le sigue de intenso, y conociendo a de la Torre no lo dudo para nada. 

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A mí, por ejemplo, me hubiese encantado tomar el taller literario que en su momento impartió José Revueltas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Daré dos ejemplos más y me iré al siguiente punto. El de Juan Rulfo: uno escucha ese tono pétreo de una voz que parece venir de ultratumba y yo no alcanzo a imaginármelo diciendo, con las hojas entre las manos, “tu cuento es malo”, “tu cuento es bueno”. Dicen que a Rulfo lo que más se le aprendía era de los autores que recomendaba, porque nos daría para otra columna todo lo que sabía de literatura europea, estadounidense… Y el taller del poeta Alí Chumacero, que yo no sé qué tan bien lo daba o explicaba cada una de sus lecciones, pero lo que sí sé es que abundaba el alcohol, mismo caso en el de Gerardo de la Torre. 

Eran talleres literarios. Señores talleres literarios. No cualquiera con dos dedos de enfrente entraba, tomaba asiento y presentaba su “textito”. Y de ahí salieron muchos de los escritores que hoy conocemos. Uno decía un taller literario y significaba un trabajo con la palabra escrita, un trabajo exhausto y discusiones que en ocasiones incluso terminaban en golpizas entre los propios autores (a mí me tocó presenciar una en la cantina El Palacio). 

Sin embargo, la modalidad de taller literario cambio drásticamente en los años noventa. Las propuestas de los talleres literarios se modificaron y entonces sí llegó lo que es el negocio de los talleres literarios. También llegaron las alianzas entre los talleristas y las editoriales independientes, de tal manera que pagabas, tomabas el taller y al final se publicaban antologías horrorosas que hasta el día de hoy inundan el mercado editorial. Y ocurrió: cualquiera se volvió tallerista de literatura. Unas cuantas recomendaciones literarias, unas cuantas leídas a algunas antologías de cuentos o de poesía y ya: podías dar un taller de literatura y cobrar por ello. Y los talleres de literatura se convirtieron en un negocio: es famoso, por ejemplo, el que Guillermo Samperio (otro que daba y daba talleres literarios) impartía a un grupo de señoras de las Lomas de Chapultepec y les cobraba bastante bien. 

Pero también ocurrió un cambio. Uno muy importante. Los talleres literarios empezaron a proliferar en todas las zonas de la Ciudad de México, si bien es cierto que la mayoría se impartían en la alcaldía Cuauhtémoc. Años más tarde de aquí surgen los talleres literarios comunitarios. Por ejemplo, en aquellas zonas marginadas donde no alcanzaba a llegar ningún tipo de literatura, llegó alguien que no sólo impartía su taller de literatura de manera gratuita sino que además modificaba la estructura de los talleres. Es decir, si antes en un taller literario se juntaban un grupo de personas, leían los textos y los criticaban a más no poder, ahora un taller de literatura ya era, por ejemplo, que contaras cómo es tu entorno, o que escribieses acerca de la panadería de la esquina, de su historia, de cómo surgió, del primer dueño… Y como siempre hubo quienes estuvieron en contra y quienes estuvieron de acuerdo. Los que estaban en contra eran los mismos elitistas que hasta la fecha creen que la literatura es un círculo cerrado donde no entras si no tienes todo un marco teórico de un pensamiento crítico. Los mismos de siempre: los que creen, por ejemplo, que la escritura es un arte totalmente inaccesible para el común de los mortales, y si tú, chaparrito, de a pie, quieres escribir tu libro de cuentos, pues jamás vas a poder porque no tienes toda la experiencia que tienen ellos. Buena parte de esta gente está en la academia. Y esperemos, por el bien de la literatura mexicana y de la literatura comunitaria, que no los dejen salir de ahí. 

Los que estaban a favor eran escritores de a barrio. Los que se habían hecho en las madrizas de las esquinas, compartiendo las caguamas, y de ahí habían sacado su libro de crónicas (y en ocasiones hasta premiados), los que sabían un carajo de gramática o de acentuación, pero se animaban a escribir así, sin miedo, cómo se les ocurriera, y los resultados eran no perfectos, pero sí buenos porque tras de esos ejercicios hay lo que exige la escritura: una honestidad suprema. 

Entonces hay escritores de diez, de 12, de 20 años que traen una prosa bestial y que gracias a estos talleristas literarios comunitarios consiguen perfeccionar sus técnicas de escritura, aventurarse, perderle el miedo a la palabra escrita. 

Hace algunos meses me tocó ser testigo del trabajo que realizan estos talleristas con los usuarios, de leer algunos de los trabajos, y les puedo asegurar que uno se encuentra desde el tallerista que les ayuda los niños a crear cuentos por medio de que ellos mismos hagan sus historietas, hasta niños que ya escriben sus primeros poemas con la ayuda de la tallerista. Incluso hasta un corrido hecho por niños a Flores Magón hay. 

Comunidades donde apenas si habían escuchado la palabra “literatura” tuvieron acceso con estos talleres (y además gratuitos), impartidos por las distintas alcaldías de la Ciudad de México mediante programas, a la palabra, a la libertad de la creación, a reconocer que la literatura no está solo en los libros sino en lo que se escucha, en lo que se admira del barrio donde uno vive. Ignoro si en Zacatecas exista algo parecido, y espero me lo hagan saber. 

Talleristas de crónica, de cuento, de poesía hacen una labor por demás noble de trabajo comunitario. Estoy seguro que en un futuro de ahí saldrán Premios Nacionales y generaciones de autores que se reconocerán, más allá del tufo intelectual que siempre se aprecia en estos círculos, en la cancha de futbol, en el frontón a la salida de la escuela, en los personajes que conocieron gracias a la literatura y a los talleristas de literatura que trabajan en las 16 alcaldías con un apoyo económico que el gobierno de la ciudad les otorga mensualmente. 

Si de los mejores trabajos que presenten los usuarios se consiguiera una antología sería un trabajo comunitario que motivaría a los demás a escribir desde sus barrios, colonias; aparte de que significaría un reconocimiento a la labor de los talleristas de literatura que con tanto ahínco y paciencia no solo enseñan el maravilloso arte de la literatura sino que lo modifican, hacen sus propias técnicas, poesía con crayolas, tendederos de textos, se valen de todos los recursos (y miren que son limitados) para que el niño, el adolescente, el adulto o el adulto mayor pierdan primero el miedo a la palabra escrita y luego se suelten a contar todo lo que quieran contar. Y les aseguro que es un montón. Me tocó leer una crónica de un señor de 87 años que hablaba de cómo era su colonia en Iztapalapa, ¿se imaginan? Hay un trabajo de memoria histórica impresionante que se está recuperando en esos textos, en esos testimonios. Un muy merecido reconocimiento a todos los talleristas de literatura que participan en tan increíble labor. Yo al menos me quedé con un muy buen sabor de boca de su trabajo y los admiro porque sé bien que trabajar con las letras no es tan sencillo, que en ocasiones se enfrentan a usuarios que nunca han leído un libro en su vida, que nunca han escrito más allá de su nombre en documentos. Ahí, en esos centros, está la literatura. Ahí es donde deberían acudir los académicos en lugar de a sus anodinas conferencias. Ahí es donde se va a gestar el cambio. Y, por supuesto, una vez que aprendan a escribir, a contar, puede, incluso, llegar la transformación social por medio de la palabra escrita. Felicidades talleristas.           

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