La Gualdra 652 / Río de palabras
Por: Francisco Reynoso
I
Me lo contó el sacristán del santuario y ni modo de no creerle. Cuantimás que Martín presumía en la comunidad de ser de las confianzas de Dios, sólo después del párroco.
Juraba Tintín —lo apodaban así porque lo movía el sonido de las monedas en los cepos de las limosnas— que el Niño de Atocha le había hecho un milagro a Gumersindo el chilero… “Qué digo milagro, milagrotote; un milagro nunca visto en el mundo cristiano, ni siquiera en Jerusalén, la tierra del mero jefe”.
Todos en el pueblo eran devotos del Niño de Atocha y lo sabían capaz de cualquier prodigio, menos el de quitarle lo echador y mañoso a Tintín.
En la lonchería El Suadero de Jesús, a cambio de que le invitara dos órdenes de tacos y una catrina de tepache, Tintín me relató con pelos y señales la historia del “milagro más grande del mundo”.
Entre taco y taco, haciéndose el muy sabiondo, Tintín sacó a cuento que cuando Jesús bajó a la tierra multiplicó panes y peces para que comieran los hambrientos, curó leprosos y resucitó a Lázaro, pero jamás entregó dinero en efectivo a los pobres para que pagaran sus deudas, salieran de pránganas, sacaran del empeño sus prendas o pagaran la hipoteca de su casa.
—A Gume —juraba Tintín— el Niño de Atocha le entregó, en mano propia, 100 mil pesos en efe… billete sobre billete, de mil y de 500. Con ese dinero el chilero le pagó a Bárbaro, el usurero, que ya le tenía echado el ojo a las tierritas que dejó en prenda.
“A mí nadie me lo cuenta, paisano. Yo lo vi con estos ojos que algún día se comerán los gusanos” —gritaba el sacristán, excitado, sin dejar de comer tacos y beber tepache.
II
Como me lo contó Tintín se los paso al costo.
La madrugada de un 4 de febrero, con un frío pelahuesos, llegó al santuario Palemón, delegado político de la comunidad. Vestía una chamarra de piel con cuello de borrega que le daba apariencia de gorila. Aspiraba a que su partido lo eligiera candidato al Senado de la República. Dos “licenciaditos”, decía con desprecio, eran sus adversarios. Después de mucho tiempo de ausencia en la iglesia, Palemón visitaba al Niño de Atocha para pedirle un empujoncito.
—Ayúdame, niñito santo. Yo te prometo que si me haces senador remodelo tu santuario. Te ofrezco pasarle una renta mensual al padre Cosme de… ¿te parecen 25 mil pesos? Yo diría que 20 mil serían suficientes, pero tú dices, tú mandas —dialogaba el comisario frente a la imagen del santo.
Desde su urna de cristal, en lo alto del altar, el Niño de Atocha parecía mirar con desconfianza a Palemón, pero sonreía bondadoso. En un nicho contiguo dos sirios parpadeantes iluminaban a la virgen de Guadalupe que escuchaba indiferente. Aún faltaba buen rato para el llamado a misa de seis de la mañana y el político siguió trenzando promesas y negociando con el Niño de Atocha hasta que escuchó un bisbiseo a sus espaldas.
A poca distancia, también arrodillado frente al altar, Gumersindo suplicaba auxilio al Niño de Atocha. Sus ojos llorosos buscaban los del santo. Mantenía los brazos extendidos y con las palmas de las manos abiertas.
—Ayúdame niño querido, si pierdo mis tierras nos morimos de hambre. No nos dejes de tu mano. Ayúdame, niño precioso, ten piedad de mí. Mira, si fuera yo solo no me importaría quedar en la miseria, pero los hijos están chicos, indefensos y tragan que da miedo. Y la Ramona. Auxíliame, niño, no nos abandones… haznos el milagro, tú puedes… —susurraba el campesino.
Palemón miró con fastidio el rostro suplicante de Gumersindo y su facha miserable. El chilero vestía una camisa que alguna vez fue blanca con las mangas arremangadas hasta los codos y sin los botones superiores, un pantalón de mezclilla raída con la cremallera de la bragueta rota y unos botines raspados con hoyos en la suela. Escuchó que el infeliz suplicaba con vehemencia una y otra vez: “Auxíliame, niño, no nos abandones…”.
El político se levantó, caminó despacio y se puso frente al campesino, lo tomó de un brazo y ordenó:
—A ver amigo, vámonos pa’ fuera, más le vale que usted y yo nos entendamos…”.
III
“Así merito pasó, mi cuate. Y llegó el milagro más grande del mundo —dijo el Tintín antes de pedir otra orden de tacos— ahora échemelos combinados, de bistec con choricito”.
En el pasillo que conducía a la sacristía, con las paredes repletas de retablos, milagros, dibujos, muletas y otros testimonios de agradecimiento al santo, Palemón arrinconó al chilero y con impaciencia le pidió no estorbarle en el negocio particular que tenía con el Niño de Atocha.
—Mire, amigo, ya falta poco para que llamen a misa y la iglesia se llene de pedigüeños. Traigo un asunto urgente y muy importante con el Niño y usted llega con sus babosadas. Me lo está distrayendo. Yo lo vi muy atento a lo que le estaba proponiendo, pero llega usted con su cara compungida y me lo sacó de concentración. Vamos a ver, ¿qué le está pidiendo, qué quiere usted, qué necesita? Yo se lo doy, aquí tengo con qué quererlo, pero déjeme solo con él… no me lo mosquee.
IV
Gumersindo el chilero llegó a su casa gritando, los perros ladraron asustados, las gallinas corrieron a esconderse. En su mano agitaba un fajo de billetes de mil y de 500 pesos.
—¡Milagro… milagro… milagro! —repetía Gumersindo y su alborozo y el escándalo de los animales despertó al vecindario.
Cuando el sol se desprendió de los cerros, redondo, brillante, la comunidad del Chipotle, hincada frente a una imagen sonriente del Niño de Atocha, repetía fervorosa, convencida: ¡Milagro… milagro… bendito seas, Niño de Atocha!
Eso mismo susurró Palemón varios meses después cuando, junto a su escaño, gritó fuerte, con el brazo izquierdo extendido al frente:
— ¡Sí… juro!