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jueves, 28 marzo, 2024
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El monstruo educativo

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Por: ALBERTO VÉLEZ RODRÍGUEZ • ROLANDO ALVARADO FLORES •

En el artículo “SEP 4.0: El gran reset educativo” de Mauro Jarquín Ramírez (La jornada, 20/12/2020) se plantea el siguiente dilema: “La SEP 4.0 representa un nuevo polo de disputa entre quienes consideran que el principal objetivo de la escolarización es garantizar las condiciones de reproducción del orden social del capital por la vía del desarrollo de una fuerza de trabajo hábil, flexible y disciplinada, y aquellos que ven en el proceso educativo la oportunidad para construir sociedades igualitarias, armónicas y prósperas a través del aprovechamiento integral de las fuerzas productivas y las múltiples facetas del genio humano”. La referencia “SEP 4.0” remite a una ponencia del, en aquel entonces, secretario de educación Esteban Moctezuma Barragán en una mesa de la Reunión Anual de Industriales 2020 realizada en octubre. Hugo Aboites, en su artículo “Cambio en la SEP: una decisión de fondo” (La jornada 19/12/2020), ilustra cómo los creyentes en la teoría funcionalista de la educación hacen todo su esfuerzo por ligarla de modo efectivo al “orden social capitalista”. Exigir requisitos de ingreso es, al parecer, algo ajeno a quienes ven en la educación “la oportunidad de construir sociedades igualitarias”. Sin embargo, el dilema es falso, porque remite a una situación inexistente. De la misma manera, aunque en retrospectiva la utilización de criterios de ingreso a las instituciones de educación parece conllevar una discriminación, las razones que determinan su utilización son de otro orden. Vamos a argumentar ambas afirmaciones. Concebir una sociedad de manera científica exige la construcción de una teoría. Problema inherente a toda construcción científica es su limitación: abarca dominios limitados de su campo de indagación. No es este el caso con las ideologías, porque estas son visiones muy generales en las que todas las preguntas encuentran una respuesta coherente, pero no necesariamente verdadera. Suponer que el desarrollo capitalista requiere de las instituciones educativas suena plausible. ¿De dónde si no saldrán los técnicos que requieren? Pero no es necesariamente verdadera. Es cierto que las empresas mexicanas casi no utilizan ciencia y tecnología, y por ende necesitan fuerza de trabajo menos calificada. Pero las grandes empresas productoras de alta tecnología desarrollan sus productos en laboratorios de su propiedad, en los que contratan a los científicos más creativos. El transistor, un invento fundamental de mediados del siglo XX, no surgió de una universidad, como tampoco la mayor parte de la tecnología de los automóviles. AT&T, Siemens AG, Bell Telephone Company y otras grandes industrias dedicadas al lucro son los lugares en donde nació lo más importante de la electrónica del siglo XX, por poner un ejemplo. Estos desarrollos no crearon, por sí mismos, una “sociedad más igualitaria”, sea lo que eso sea. Vamos al punto: para los industriales mexicanos el desarrollo de ciencia y tecnología es irrelevante, una molestia que subsanan importando lo necesario. Entonces no necesitan graduados con doctorado, sino “fuerza de trabajo hábil, flexible y disciplinada”. La visión subyacente a este punto de vista es el funcionalismo social, la ideología que postula la naturaleza sistémica de la sociedad y la integración de todas sus partes para un conjunto de fines. Desde tal visión la pobreza, la violencia o cualquier lacra social resulta de fricciones entre los diferentes subsistemas. Un ejemplo caricaturesco: si las universidades producen muchos doctorados en matemáticas el subsistema de la industria no los puede absorber porque no los necesita. Se requiere un ajuste sistémico a través de la reducción de la producción de matemáticos, o del incremento de su utilidad en la industria. Resulta más barato reducir el número de matemáticos a través de exámenes más rigurosos Todo lo que Aboites considera aberrante encuentra su naturalidad desde el punto de vista sistémico. Ahora bien, la sociedad, si es sistema, no está integrada, por tanto, como cosmovisión carece de sustancia. Veamos el otro polo del dilema ¿De verdad las universidades producen “sociedades igualitarias”? ¿cómo? Si se utiliza la visión marxista, a la que cada vez menos se nombra, los graduados universitarios deberían ser una suerte de “luchadores sociales”, gestores de tierra para los desheredados, promotores de la educación libertaria y desalienante, convencidos de las virtudes del asambleísmo y la línea dura de su líder. Así, lo que menos importa es el contenido cognitivo de la ciencia burguesa. No se conoce, quizá por conspiración de los grandes consorcios, de un invento relevante de la ciencia marxista, aunque Lysenko es el que más se aproximó a un gran aporte. ¿Qué otra gran ideología, aparte de la marxista, pueden proponer los convencidos de la concepción de la universidad como agente del cambio social? Es decir, el dilema está vacío: no es claro cómo desde la universidad se logrará esa “sociedad igualitaria” ni resulta fácil aceptar el reduccionismo de la visión sistémica. Finalmente, la utilización de exámenes y la imposición de requisitos, esos que Aboites clasifica como obstáculos para el ejercicio pleno del derecho a la educación, tienen, en las instituciones públicas, orígenes diversos. Hay uno, sin embargo, que les es común: la necesidad de conseguir fondos. Ante las restricciones presupuestales los ingresos propios pueden resultar necesarios para mantener el funcionamiento de esas instituciones. En conclusión: no entendemos bien lo que está pasando, y con posturas ideológicas menos se volverá claro.

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