La Gualdra 673 / Río de palabras
[Parte 2]
Por Ángel Solano
Recuerdo con claridad, cuando tenía 7 años, un paseo al campo en que llevé a mi perra café, de raza criolla llamada Tota, por indicación de mi abuelo; en aquella ocasión yo ignoraba el destino trágico que nos esperaba y accedí feliz de pasear con mi mascota. Él tenía una furgoneta blanca Volkswagen de los años 70. Como su apariencia no era muy agraciada la apodaban “La tartana”, nos subimos en la parte trasera. Tota y yo observamos el paisaje rural y campirano que a principios de los años 80 se encontraba en gran parte del municipio. Llegamos a un paraje con pirules enormes y mi abuelo amarró a la perra a uno de ellos para después, sorpresivamente, dispararle con una escopeta que llevaba lista para tal crimen. Me impacté profundamente, reclamé con dolor ante tal imagen. Me regañó fuertemente, me ordenó subir al vehículo y sólo menciono que era mejor porque ya no la podríamos cuidar. Nos alejamos rápidamente mientras mis ojos llorosos observaban el cadáver de Tota desvanecer e integrarse, para siempre, al verde del campo.
El carácter de Fortino siempre fue recio; hombre criado en las actividades del campo y el comercio. Formado en la política priista que se heredaba de generación en generación y se mantenía alimentada de los círculos hegemónicos más conocidos de aquellos tiempos los gremios y sindicatos que funcionaban como grupos de choque o voto en masa. Mi abuelo pertenecía a la CTM (Confederación de Trabajadores de México) y a la CNC (Confederación Nacional Campesina).
Por otro lado, mi abuela materna, Clara, curaba a los quemados por accidentes de pirotecnia; oficio que en Tultepec existe desde el Siglo XIX y que es un paradigma de la identidad municipal. Mi abuela aprendió la técnica de un médico extranjero que llegó a su entonces casa, donde sus padres comerciaban telas provenientes de diversas partes de la república y el mundo. Como agradecimiento por las atenciones y alojamiento, el huésped le enseñó el proceso para sanar las quemaduras, evitar las marcas del accidente y salvarles la vida. Nadie más aprendió el ritual y lo único que conozco es la información compartida, de forma oral, por mi madre.
Clara no cobraba el servicio, limpiaba las quemaduras con jabón Palmolive, les rociaba parafina líquida y posteriormente untaba la piel con aceite y algunas hierbas de las que no existe testimonio. Eran varias sesiones, en alguna de ellas usaba ventosas y los resultados fueron extraordinarios; como agradecimiento sus “pacientes” le regalaban canastas de frutas, verduras, pan o animales. Mi abuela también participaba en el tianguis, se sabe que ellos fueron de los primeros comerciantes en contribuir a la venta de productos en los portales del centro. Mi madre contaba que cuando eran niños, a ella y a sus hermanos, Clara los llevaba a trabajar porque mi abuelo se encontraba borracho y desatendía las obligaciones. Mi abuela murió cuando yo tenía tres años, el 8 de abril de 1986. Fue la primera, de muchas ocasiones que acompañaría a morir a mis seres amados y una experiencia visual y mística que también impactó mi mente.
El cadáver de mi abuela fue ataviado con vestimentas que evocaban los códigos visuales de la imagen más popular en México, la Virgen de Guadalupe. Mi madre me contaba que era costumbre que a los difuntos se les vistiera con las características de las imágenes religiosas (santos o vírgenes) de las que en vida fueron devotos; con la finalidad de que, esta acción, les permitiera tener el favor de aquella fuerza superior para poder llegar a la morada final. Aún me veo, observando los colores de las telas brillantes y las estrellas doradas que mi tía Martha colocaba en el manto, aún me recuerdo caminando de blanco con una gladiola roja en la mano acompañando el cortejo fúnebre, aún recuerdo que la muerte empezó a tener color.
[Continuará]
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https://ljz.mx/18/05/2025/dos-veces-fue-otono/