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jueves, 28 marzo, 2024
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La realidad es un calcetín

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Por: Guillermo Nemirovsky •

La Gualdra 490 / Elucubraciones

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Tengo la reputación, para nada usurpada, de ser una persona sumo distraída. Tanto es así que, de niño, mis compañeritos de escuela (siempre dispuestos a alentar un talento innato) me llamaban, socarronamente, Papamosky. Recuerdo un día en que, milagrosamente, no me había olvidado la lapicera en casa: me llevaron en andas por el patio de recreo para celebrar la hazaña. Creo que siempre supe tener el cuerpo acá, y la mente allá, o viceversa. Con el tiempo, ese rasgo de mi personalidad se fue agravando, hasta hacerme protagonizar situaciones tan absurdas y vergonzosas como la de ir a Ginebra (Suiza) queriendo viajar a Génova (Italia), y tardar un día entero en darme cuenta del error. Lo más llamativo es que, a cada evidencia de mi fallo, yo le encontraba una razón: si la gente hablaba en francés, si todo parecía tan pulcro y ordenado, seguramente era porque estaba en el norte de Italia, tan diferente del sur… Fui víctima, sin saberlo, del llamado sesgo de confirmación. Todavía me lastima el ego la carcajada de aquellos turistas uruguayos encontrados allí, cuando se percataron de mi despiste.

Lo curioso es que, al mismo tiempo, probablemente gracias a una temprana y asidua práctica del ajedrez, también aprendí a concentrarme profundamente. Resolví esta contradicción aparente cuando entendí que la distracción, paradójicamente, no es más que una intensa concentración en otra cosa. Estar distraído es, en definitiva, estar concentrado. Este descubrimiento me produce cierto vértigo porque, si algo puede ser lo contrario de lo que es, entonces quizás la realidad toda nos sea inabordable e indescifrable. Existen sobrados indicios que corroboran mi temor, por ejemplo cuando uno observa la versatilidad del idioma. Decimos “sácame una duda”, pero también “sácame de una duda”. En la primera versión, soy el “envase” de la duda que contengo, mientras que en la segunda la duda me contiene a mí. Ambas expresiones son antagónicas, pero designan dos verdades que percibimos como idénticas. Es como si la realidad fuese reversible como un calcetín. Un ínfimo cambio de perspectiva lo da vuelta todo, aunque nos parezca que no cambia nada.

Esta particularidad de nuestro entendimiento (o de la realidad) quizás explique por qué, al considerar tal o cual fenómeno, la gente puede sacar conclusiones diametralmente opuestas. En muchos países, por ejemplo, cientos de miles de personas desfilan hoy por las calles en protesta contra políticas sanitarias que, bien o mal diseñadas, tienen por objetivo la preservación de la salud de cada uno. Mentes antaño preclaras que, no obstante, cada año recibían las vacunas más recientes contra la gripe, que ingerían sin condiciones la píldora azul de sus últimas erecciones, declaran ahora que prefieren enfrentar un peligro mortal inmediato (que niegan, por supuesto, a pesar de la hecatombe a la que asistimos) antes que un hipotético y lejano riesgo aún no demostrado. 

A muchas de estas personas, más allá del recelo legítimo generado por los hábitos de la big pharma, les resulta más pertinente dar crédito a conspiraciones extraordinariamente grotescas (Bill Gates pretende cambiar nuestro ADN, buscan magnetizarnos para someternos, quieren exterminarnos porque somos muchos) que observar y constatar la presente tragedia. Acaso les ofenda la expresión “inmunidad de rebaño”, con toda su carga semántica que nos equipara con borregos. La polarización cada vez más acentuada de las opiniones parece haber creado una zanja infranqueable, y cada vez se nos hace más difícil tender puentes. Algunos achacan a las redes sociales esta exacerbación actual, y puede que contribuyan, pero yo sospecho que la raíz estos dislates reside en otra parte. Claro que los perniciosos algoritmos de Facebook refuerzan los sesgos de confirmación que empañan nuestro entendimiento, claro que la escasa formación científica tampoco ayuda, pero quizás haya algo inherente a la realidad misma que no se deja domesticar por nuestra inteligencia.

En filosofía, el solipsismo (del latín solus ipse: sólo yo existo) afirma que de lo único que uno puede estar seguro es de la existencia de su propia mente, mientras que la realidad circundante pudiera no ser sino creación o parte del estado mental del sujeto que la piensa. Es un postulado asaz extremo, pero muy difícil de rebatir, pues cada argumento en contra del solipsismo puede ser considerado como el invento de la mente del demiurgo. Recuerdo que, de niño, una vez me sobrecogió el temor que nuestra existencia no fuera más que el sueño de otra persona, y que esta algún día se despertara, poniéndole un punto final a todo. Sin saberlo, estaba en sintonía con la filosofía hinduista, que considera que no somos más que el sueño de Brahma. Hoy, obviamente, esa hipótesis me resulta disparatada (no porque lo fuera intrínsicamente, sino por el contexto cultural en el que crecí); en cambio, no he logrado desarrollar una fe robusta en la realidad, por incontestable que nos parezca. 

En una de las obras mayores del teatro barroco español del siglo XVII, La vida es sueño, Pedro Calderón de la Barca escenifica a Segismundo, príncipe de Polonia, al que un augurio de los astrólogos vaticinara como futuro tirano. Por las dudas, es encerrado, al nacer, en una torre donde vive como una bestia, apartado del mundo, en una suerte de actualización de la caverna de Platón. En un intento de verificar la profecía, se le da la oportunidad de despertar entre sábanas mullidas, en palacio, haciéndole creer que todo lo vivido anteriormente no había sido más que un sueño. Como era de esperar, Segismundo reacciona desatando un torrente de violencia (tira a un criado por la ventana), y lo vuelven a dormir para que se despierte nuevamente en la celda de la torre, haciéndole creer esta vez que lo vivido en palacio había sido el verdadero sueño. En el monólogo que concluye la Jornada II, éste declara :

 

¿Qué es la vida? Un frenesí.

¿Qué es la vida? Una ilusión,

una sombra, una ficción,

y el mayor bien es pequeño;

que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son.

 

Segismundo fue soñado por Calderón, y este acaso por Brahma. Y quizás Papamosky los soñara a los tres, inventando, de paso, una realidad tan escurridiza, tan dudosa, tan reversible como un calcetín.

 

*Traductor, profesor de la Universidad d’Evry- Universidad Paris-Saclay.

https://issuu.com/lajornadazacatecas.com.mx/docs/la_gualdra_490

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