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viernes, 29 marzo, 2024
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Sobreviviente de Nagasaki evoca la hecatombe

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Por: La Jornada •

Yashuaki Yamashita tenía seis años cuando lo atrapó un recuerdo que lo ha acompañado toda la vida: Fueron como mil relámpagos al mismo tiempo. Fat Man, como los responsables de tirarla desde un avión la bautizaron, había caído sobre Nagasaki.

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Siguió el silencio total, dice Yashuaki, quien durante largos 50 años se negó a contar su historia de sobreviviente de aquel episodio que se niega a recordar como el infierno en la Tierra, porque no existe una palabra para nombrar lo que vivimos.

La familia de Yamashita se ocultó primero en un pequeño refugio en su propia casa. Cuando pudieron abrir los ojos vieron que todo había desaparecido: las puertas, las ventanas, los tejados.

Su hermana, también pequeña, tenía la cabeza llena de fragmentos de vidrio y sangraba. Su madre se los quitó como pudo y luego echaron a andar hacia un refugio vecinal en la montaña. La hermana de Yashuaki había perdido una pierna en un accidente y usaba una prótesis rudimentaria. Pero ese día corrió más rápido que nosotros.

En los días y años subsecuentes, Yashuaki vería morir a amigos, padecería hambre y sería víctima, como muchos otros hibakusha (literalmente, persona bombardeada), del rechazo de sus propios compatriotas.

Ya siendo un joven, Yashuaki sólo quería irse lejos, donde nadie supiera que era un hibakusha, porque entonces, explica, no se sabía nada de la radiación y mucha gente rechazaba a los sobrevivientes porque creía que tenían una enfermedad contagiosa. No había que juntarse y, menos aún, casarse con alguno.

Ese deseo de salir lo trajo a México en 1968. Aquí siguió padeciendo la pérdida de sangre y los desmayos, pero hizo una vida. Hoy, ya retirado, vive en San Miguel de Allende y dedica parte de su tiempo a exponer su testimonio ante jóvenes estudiantes, como ayer lo hizo en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM.

Comenzó a hacerlo en 1995, en una universidad de Querétaro. Sufrí al comienzo, pero cuanto terminé de contar mi historia sentí que mi dolor estaba desapareciendo.

Al lado del viejo hibakusha se sentó un joven estadunidense de nombre Ari Beser, quien se define como contador de historias y es autor de un documental sobre los sobrevivientes de los bombardeos atómicos. También tiene un libro llamado The nuclear family. Algo sabe del tema, porque lo persiguió desde niño. Su abuelo Jacob, un ingeniero, fue el único militar estadunidense que voló en los dos B-29 que lanzaron su carga de muerte sobre Hiroshima y Nagasaki. Beser ha viajado a Japón para conocer a varios sobrevivientes y sus descendientes.

Yamashita y Beser se reunieron en México con ocasión de la conmemoración de la firma –hace 50 años– del Tratado para la Proscripción de Armas Nucleares en América Latina y el Caribe (más conocido como Tratado de Tlatelolco), un esfuerzo diplomático que dio brillo –y el premio Nobel– a la trayectoria de Alfonso García Robles.

El Tratado de Tlatelolco comprometió a los países de América Latina y el Caribe a no fabricar, almacenar ni ensayar con artefactos nucleares, y se convirtió en un ejemplo que siguieron otras regiones del mundo (Pacífico sur, sudeste asiático, África y Asia central). El mapa resultante puede verse en www.opanal.org/zonas-libres-de-armas-nucleares-zlan/

No estoy segura de que sepan el papel tan relevante que México ha jugado en contra de la proliferación de las armas nucleares, dijo Kathleen Sullivan, activista pro desarme que ha acompañado a Beser y los sobrevivientes en sus diálogos con jóvenes estudiantes.

En un ejemplo cercano, Sullivan refirió el papel del embajador Miguel Marín Bosch en el lanzamiento, por la Organización de Naciones Unidas, de un programa de educación para la paz. Miguel convenció al secretario general de que los jóvenes están preocupados por el medio ambiente, por la protección de los animales, pero que no necesariamente entienden el papel de las armas nucleares.

En un momento de la charla, Sullivan pidió al auditorio, compuesto en su mayoría por jóvenes universitarios, cerrar los ojos e imaginar todo lo que les gusta: canciones, lugares, personas. Todo eso, dijo, se esfumaría en caso de una catástrofe nuclear.

No son armas: son instrumentos de genocidio, de muerte masiva. Y no son algo que podamos dejar a los políticos o los expertos, porque su sola existencia amenaza todo lo que amamos, todo lo que nos hace humanos.

Luego de declarar su vergüenza por el nuevo ocupante de la Casa Blanca (cuyo nombre se negó a pronunciar), Sullivan convocó a los jóvenes a la desobediencia civil pacífica y a trabajar por la paz para enfrentar al hombre blanco motivado por el odio y el miedo.

En tiempo de aprendices, Sullivan quiso recordar a los estudiantes mexicanos las viejas glorias de la diplomacia mexicana: No puedo decirles lo importante que ha sido su país, el papel enorme que ha jugado para construir la agenda del desarme nuclear.

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