La más reciente “hazaña” parisina del fundamentalismo islámico resulta un acontecimiento funesto desde cualquier ángulo que se le vea: por la pérdida aberrante de centenares de vidas; por el sufrimiento estéril (en el mejor de los casos) de millares de familiares, amigos y hasta conocidos; por la satanización consecuente de comunidades enteras; por ensangrentar una ciudad por abundantes razones entrañable; empero sobre todo porque implica una franca regresión en el proceso civilizatorio.
Mal haría, así pues, quien ostenta la máxima autoridad civil en México, de no condolerse públicamente, de palabra, pues otra cosa no puede hacer, por tan infausto acontecimiento; aunque mejor haría si se condoliese, de hecho, se supone que lo puede hacer, del pueblo se supone le confió su destino, y tratara por algún medio eficaz de poner fin a la carnicería con lugar en el estado que hasta muy recientemente gobernó, donde los homicidios dolosos perpetrados al año sextuplican el número de víctimas de la masacre parisina, y otro tanto sucede en Guerrero, Michoacán, Tamaulipas y un etcétera del tamaño del territorio restante de la República Mexicana.
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Plenamente localizada la situación prevaleciente a escala nacional, el logro que los cada vez más exiguos panegiristas de la declinante administración estatal prefieren referir: una hipotética tendencia a la baja en los niveles de inseguridad, pareciera haber puesto reversa. No es que los taxistas resulten los únicos mortalmente afectados, sino se trata de una de las pocas minorías organizadas; con pocas posibilidades, mas posibilidades pese a todo, de hacerse oír.
Una plausible explicación de lo anterior sería que nuestros empeñosos servidores públicos tienen mejores cosas en qué ocupar elemento tan valioso como su tiempo, verbigracia la sucesión, y no en minucias insignificantes como la seguridad de los ciudadanos.
“El gober es nuestro amigo –dicen que dicen los taxistas- pero sus subordinados no nos hacen caso”. Magro consuelo, pero consuelo al fin.