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jueves, 25 abril, 2024
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¿Cómo integrar a los familiares-víctimas de la violencia, a la movilización estudiantil -y sumarnos todos y todas- a ella?

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Por: RICARDO BERMEO •

El eclipsamiento humano en que nos encontrábamos ha sufrido una brutal desgarradura. La sociedad cínica que más o menos se acomodaba a la connivencia con las más sórdidas realidades, ha sido sacudida hasta sus cimientos. De nuevo, la significación  de lo común ha rebasado a lo público-estatal, impidiendo que las narrativas oficial –y, mediática-,  impusieran su  versión de los hechos.  Nos enfrentamos, con todo el horror, con toda la crueldad  de lo siniestro, a lo revelado –o, intuido- en Ayotzinapa.

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El lado monstruoso de la sociedad que somos ha sido expuesto  -traumáticamente-, mientras la “locura de la guerra” comienza a ser elucidada en las ágoras públicas, mediante esos dispositivos -de resiliencia democrática- formados por el propio movimiento (estudiantil),  al recuperar las calles y las plazas. El ejemplo más fuerte, en este sentido, ha sido, cuando la gente citada en el foyer del teatro Calderón,  abarrotó el lugar, y obligó a salir a  la plazuela Goitia, donde se escucharon los testimonios de un normalista y dos padres de familia de Ayotzinapa, y al final, junto a ellos, dio también su testimonio una madre de Zacatecas, cuyo hijo está desaparecido. Ese acto, debe generalizarse, volverse política compartida: crear  espacios públicos democráticos, donde las víctimas de Zacatecas puedan ser arropadas, acompañadas, moralmente sostenidas por la presencia física de todos y de todas.

El terror paraliza. El miedo compartido hacia esa “encarnación del mal”, nos llevaba a decidir –prudentemente- esperar mejores tiempos, repitiéndonos… “así va el mundo”, o “la situación es altamente enigmática”. Con excepciones puntuales (“Fresnillenses unidos por la paz”, entre otras), mientras se sucedían enfrentamientos, asesinatos, secuestros,  desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, etc. Aceptábamos,  asumiéndolo,  que vivíamos una “guerra”, donde primaba la desconfianza hacia todos los demás, la indiferencia, el conformismo. Prefiriendo voltear a otro lado, o bien, refugiándonos  en nuestras  “buenas conciencias”, limitados -en el mejor de los casos-  a críticas y protestas, que sabíamos  a todas luces insuficientes. De pronto, nos encontramos sometidos a un cuestionamiento existencial/colectivo-; vivimos una “puesta en abismo” de nuestra identidad como dolor/país ¿las resonancias de este Guernica mexicano nos han despertado?

Ahora, el dolor, la desesperación y el miedo, se han transmutado, y la rabia acumulada por innumerables agravios estalla en manifestaciones diversas. Las cosmovisiones que privilegian un antagonismo sin límites entre los adversarios, amenazan con arrastrarnos a una espiral de violencia sin fin. El riesgo de que un modelo foquista irrumpa, llevándonos “por el camino de Colombia; un camino de décadas de violencia”, como sostienen ex -guerrilleros del estado de Guerrero, en la revista Proceso. Necesitamos reflexionar, y destituir, desinvistiendo las salidas de modelos periclitados, desalentar pública y reflexivamente  aquellas vías que, a mi juicio, condenarían al fracaso a la sociedad que somos, cuyas aspiraciones hacia una radicalización de la democracia, apenas despuntan.

La verdadera democracia es un “régimen trágico” muy improbable y muy frágil. El único límite efectivo con el que cuenta, es el de la  autolimitación (contra la propia desmesura), establecida desde dentro de la “comunidad política ciudadana” –participante-.  Y sólo se conseguirá si todas las personas que aceptan “poner el cuerpo” manifestarse, hacen parte de las reflexiones, de la deliberación colectiva, de las decisiones, de la realización de las acciones acordadas y de la educación –paideia-  que todo ello implica.

Cómo mantener a toda costa “la unidad del cuerpo político en tanto que cuerpo político que tiene sus miras en el interés general de la sociedad…”, (Castoriadis): evitando privilegiar los intereses particulares de una supuesta “vanguardia”, en la medida en que -especialmente aquí- el fin no justifica los medios.

La constelación y el flujo de representaciones, afectos e intenciones  del imaginario social mexicano, parece cambiar de manera definitiva, pero no “irreversible”. Se necesita empujar con mayor determinación. Sin confundir nuestros deseos con realidades. Construir una agenda ciudadana compartida, capaz de generar adhesión, de convencer razonablemente, de movilizar a diversos núcleos sociales, de atraer a los indecisos, de educar con el ejemplo, de convencer razonablemente a los desinformados. Buscando creativamente formas para que la ciudadanía deje de ser una caja de resonancia (la “opinión pública” que se recoge -o no), hasta lograr -efectivamente- invertir los papeles, situando a los propios movimientos (incluido el estudiantil) detrás y al servicio de nuevos modos de construir lo común.

Una agenda donde se fijen -en una serie de puntos-  aquello que podemos hacer efectivamente como tarea ética y sobre todo política, para que la transformación en curso, logre alcanzar una mucho mayor profundidad y fuerza colectiva, trazando –entre todos y todas- una desembocadura eficaz a este “despertar ciudadano”. Como escribe Hanna Arendt, “necesitamos fundar un nuevo espacio político donde ejercitar sin cortapisas “la pasión por la libertad publica” o “la búsqueda de la felicidad pública”. ■

 

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