A estas alturas ya es más que un hecho conocido y confirmado el triunfo de Donald Trump en la elección que tuvo lugar el pasado 5 de noviembre en los Estados Unidos frente a su contrincante, la aún vicepresidenta Kamala Harris. Las encuestas anunciaban una elección cerradísima que al final no fue tal, pues por primera vez el republicano ganó no solo el Colegio Electoral, sino también el voto popular y los siete estados en los que se definiría dicho proceso, sin dejar lugar para las dudas.
De inmediato se hicieron conocer lamentaciones y reclamos al electorado del vecino norte, y en particular a las comunidades en los que se daba por descontado que los demócratas tuvieran el respaldo suficiente para sortear el desafío que implicaba el retorno de un popular ex presidente, a pesar de lo surreal que es su mensaje, su perfil y sus antecedentes, en el ambiente de lo políticamente correcto. Aun cuando pueda resultar criticable el respaldo de latinos, afro descendientes y otras minorías (y no tanto, como las mujeres) a un discurso abiertamente xenófobo, que no oculta su filia por racistas y su claro antifeminismo, lo cierto es que mantenerse en ello es un error que ha costado ya suficiente a la corriente progresista, no solo en los Estados Unidos, sino en el mundo entero. Lo que urge al liberalismo democrático es una autocrítica reflexiva y pragmática. Los valores que defienden, sostengo, siguen siendo un faro para nuestras civilizaciones: la pluralidad, globalización cultural y de mercado, la democracia constitucional, los derechos humanos, y otros tantos, como la atención al cambio climático. Pero no podemos seguir anteponiéndolos a la agenda del combate a la pobreza, de la atención urgente a las condiciones de incertidumbre y emergente crisis de los trabajadores frente a la integración de las economías, las tecnologías, la inteligencia artificial y la crisis de la seguridad social y el Estado de Bienestar. Esta agenda debe volver a ser prioritaria para rescatar a la democracia y, a partir de ello, retornar a la consolidación de los valores que antes enuncié de manera por demás limitada. Habrá que recordar o reafirmar que no hay democracia que sobreviva a la desigualdad y el empobrecimiento de su elemento indispensable, que es el elector común. Es cierto que no se combate a la pobreza con una agenda de derechas, ni atropellando derechos de las minorías, pues, por el contrario, éstas medidas vulneran las condiciones estructurales para sociedades justas e igualitarias, pero tampoco se pueden obviar las emociones de reproche, molestia, angustia y desesperación de quiénes ven un mundo que cambia a su alrededor, dejando al margen una sólida explicación y propuesta, que les permita entenderse beneficiarios indirectos pero ciertos de un mundo que evoluciona para mejorar las condiciones de dignidad humana para todas las personas.
Todo lo aquí dicho puede leerse vacío, pero no debe entenderse como una renuncia a la agenda del liberalismo igualitario, sino como un apunte para iniciar una conversación que, en modo deliberativo, nos permita reflexionar cómo la complejidad de la democracia nos convoca a mejorar la propuesta y su narrativa, frente al desafío que implica ya, fenómenos como los de los distintos populismos y su acecho a las democracias constitucionales y liberales, todos ellos, alimentados por las emociones políticas de quiénes se sienten hoy olvidados por esa agenda que, por el contrario, pretendió darles voz y soluciones.
@CarlosETorres_