■ El son del corazón
Treinta años después, la ciudad es un enredado crucigrama siempre en construcción. En la parte central y en las avenidas espaciosas, se concentra una sucesión de altos edificios, donde se llevan a cabo los negocios más redituables, mientras abajo los peatones circulan por las banquetas como si vivieran ausentes. El tráfico creció con desmesura y los semáforos guiñan sin compás, en una olla urbana que se calienta conforme transcurre el día; el ruido se obstina en un in crescendo, sin lograr una melodía reconocida, mientras los jóvenes se concentran tecleando con aire profesional su celular, extraños a la realidad, blindados a cualquier señal del exterior, mediante un par de audífonos que les murmuran frases sucias y tonadas raídas al oído.
No dejes que el diablo nos coma, amor. Esta ciudad nos responde con su boca de dientes podridos, a veces rechaza con desdén la iniciativa de la gente para defenderla; parece que no tiene honor ni vela en el entierro. Es una dama de rostro reseco y picado de viruela, que rocía a los extraviados con una abundancia de fragancias de combustible quemado y de tacos de moronga, suadero y nenepil.
La ciudad es un desmadre, diría el Profeta del Nopal. La ciudad duele todos los días, porque muere en una pausa sin fin. Aquí estamos siempre en duelo, porque unos destruyen lo que nos parecía grato, mientras otros construyen lo que no nos parece bien. Apenas amanece, sabemos que el día será pródigo en desgracias y que no habrá mano de Dios que nos alcance; los riesgos pueden aparecer aquí, en este momento, suelen tronar en el interior del colectivo, en la tienda del barrio, en la puerta de tu casa o en la cola de las tortillas.
La ciudad es un niño limpiando un fusil
La ciudad donde vivo es un monstruo con siete cabezas, cruzada en el aire por misteriosos aparatos oscuros que vigilan edificios y azoteas. No se mueva cabroncito, porque le echo la luz. ¿Luz? Sí, luz de reflector, luz de la torreta, luces de láser, luces para opacar a cualquier individuo que se quiera pasar de lanza. La ciudad donde vivo es un inmenso barril de aguas podridas, que en cualquier momento puede estallar.
Permitan explicarlo de otra manera: la Ciudad de México se convirtió, en los últimos treinta años, en puerta principal del Averno. Cualquier mortal puede tantear las señales extrañas que provienen del inframundo; dicen, no me consta, que son una especie de pulsos eléctricos que acarician las plantas de los pies y producen una sudoración exagerada. No dejes que nos coma el diablo, amor/ que se trague tu dolor/ que eructe mi dolor.
Pero los nervios y la neurosis son asunto aparte: cuando se viaja en el metro, la gente va con mirada severa, concentrada en desentrañar el punto de la indefinición y no se guarda en mostrar su miedo y desconfianza al personaje sentado al lado. La alegría y el deseo de conversar ya no son patrimonio de los devorados por el Gran Templo del bien y del mal; en medio del ruido urbano, producido por millones de engranes y vehículos que parten raudos, se disuelve el arte de charlar. Los zombis y los cretinos, baba en ristre, son ahora los dueños del panorama. Si usted, por ejemplo, desea platicar con el compa que bebe un sabroso tequilín, en la barra de un espacioso bar, puede correr el riesgo de ser acusado de mariquita o visto como un sucio proxeneta que nomás anda por ahí, de cacería.
La ciudad nos arranca con sus uñas el corazón. Caray, pero la queremos así, aunque la muy condenada esté condenada. Ahí vamos, pendejos, como almas en pena, con moretones en el rostro que nos definen veteranos de las calles y avenidas, volteando para un lado y para el otro, aguzando la mirada en lontananza. Somos gente que guarda en su cuerpo decenas de acechanzas neuróticas en forma de luminosos filamentos eléctricos; algún día la ciudad nos despertará en la noche y nos convertirá en brillantes tubos de neón. Corazón de cemento/ corazón de neón/ enfermo de polución/ corazón de neón. En ese momento, la haremos resplandecer más fuerte que Las Vegas, y la redefiniremos en retumbante ceremonial de teponaxtles y chirimías, vestidos con penachos, taparrabos y toda la cosa, como el centro del Ombligo de la Luna, ¡aquí, en la Gran Tenochtitlán! Simón.
Morir por una sobredosis de cemento
Después de recorrer un gran pedazo del Centro Histórico, aquel funesto día del 19 de septiembre de 1985, concluí que nuestra madre ciudad ya no tenía remedio. En treinta años enriquecí tal percepción apocalíptica.
Las diversas administraciones de gobierno, que la explotaron como a una vetusta trabajadora sexual de La Merced, saben lucirse y hasta se creen inteligentes cuando plasman sus proyectos de transformación urbana, con la ayuda de las constructoras y los desarrolladores más corruptos y rapaces. Afirman que esta ciudad apunta al futuro y es líder en esa absurda competencia con otras metrópolis del mundo, donde se dirime qué dirigentes políticos son más visionarios, porque saben convivir con las novedades urbanísticas y arquitectónicas que demuestran sagacidad, gusto y modernidad.
Pero nada de lo que se dice evitará que la ciudad tropiece nuevamente.
Con la fábula de la modernidad, muchas urbes se transformaron con rapidez. En la Ciudad de México, las bondades del Desarrollo Estabilizador se expresaron en unidades habitacionales y en edificios de gran calado, fabricados en un santiamén. El capítulo moderno de nuestra historia patria se manifestó en construcciones mal hechas, en una obra nacionalista revolucionaria realizada con materiales de pésima calidad, poco rigor técnico, asignación arbitraria de licitaciones, fortunas mal habidas y mucho horror estético.
Fatal coincidencia: la mayoría de los edificios que fueron víctimas inmediatas del colosal movimiento sísmico del 19 de septiembre de 1985, provenían de la obra chafa, irresponsable y apresurada, que fincó sus robos durante el periodo de altos índices económicos y poca justicia social. En efecto, durante el desarrollo Estabilizador, se construyeron enormes mastodontes cuya relación volumen/materiales los hacía vulnerables ante los movimientos de la tierra. Esa fue una época de oro para los constructores que aparecían como personas honorables y protagonistas de la transformación de la ciudad.
Si ya el terremoto de 1957 fue un aviso para los constructores balines, con la catastrófica caída de sus armatostes, el de 1985 fue definitivo. ¿Por qué las construcciones victorianas del porfiriato lucen inmaculadas, por qué los edificios art deccó mexicano no muestran grietas, por qué los palacios del XVII, XVIII y XIX se mantienen en pie?
En 1985, el robo y el apresuramiento, característicos del Desarrollo Estabilizador, sacaron a relucir los mojones del sanitario. Pero no aprendimos la lección. Hoy la ciudad se encamina hacia un nuevo desastre, de mano de los dirigentes del PRD y las políticas urbanas de sus funcionarios públicos, cuya estulticia los asoció con los constructores más rapaces, representantes de las bolsas de inversión y el capital financiero internacional.
Mi visión apocalíptica parece realidad. ■