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miércoles, 24 abril, 2024
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La migración del alma

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Por: CITLALY AGUILAR SÁNCHEZ •

  • Inercia

Con el Día del Migrante Zacatecano a cuestas vale la pena reflexionar sobre este fenómeno, en el que, de manera constante, como zacatecanos ya nos auto consideramos en una condición transitoria. El darle espacio en el calendario a conmemorar este fenómeno social es un síntoma de entendernos como nómadas de nuestro tiempo.

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Somos zacatecanos porque, pareciera, que por infortunio nacimos aquí, bajo el auspicio del cerro de La Bufa, porque estamos en el predominio del olor a carne asada los domingos, con música de banda a todo volumen y con la cerveza en la mano derecha, misma con la que falsamente enfatizamos nuestro orgullo estatal.

Ser zacatecano… como si eso fuera qué. Ya lo decía Oscar Wilde “Definir es limitar”. El autodefinirnos con base sólo en un lugar geográfico o cultural nos limita a pertenecernos y pertenecerle al mundo y a la otredad.

 

La piel que habitamos

Toda nuestra vida se basa en una constante referencia a lo que creemos ser, o mejor dicho, a lo que nos enseñan que debemos ser. Las decisiones que tomamos están basadas en la formación y expectativas que la sociedad nos ha inculcado, formadas a partir de sistemas aún más complejos y que lejos de reflejar al individuo, lo despersonalizan. Crecemos como tratando de llenar una línea vacía e infinita que sigue a la frase “yo soy”.

De esta manera nos describimos como hombres o mujeres, dependiendo sólo de una condición física. Y por tanto actuamos con roles específicos. Nos dicen que el comportamiento de uno u otro género debe ser de tal forma, que se tiene que responder así o asá con determinados estímulos. Sea verdad o no, nos desenvolvemos ante los otros como seres diferenciados con base en particularidades generales, por muy paradójico que esto parezca. Aún más absurdo intentar conciliar polos que hemos hecho pasar por opuestos, en la convención matrimonial.

Lo mismo ocurre con las divisiones territoriales, pues nos fraccionan en espacios aislados de geografía, donde la pertenencia es limitada. Si es una cuestión imposible hablar de un hombre que se considere ciudadano del mundo, de igual manera es poco probable que hablemos, dentro de un mismo país una verdadera pertenencia total al territorio. Los del centro se comportan hegemónicamente distinto  a los nacidos en la periferia y viceversa.

Definirse como parte de cualquier especie, espacio o rol, nos limita, nos impide reconocernos en la posibilidad de ser todo o nada, de dejar de ser un constructo reducido, en el que sólo es posible una ínfima cantidad de herramientas. Ser o no ser algo o alguien parece no ser una alternativa que esté en nuestras manos sino en quienes nos rigen.   Nuestra conciencia no alcanza a percibirse más allá de eso. Es tan así que, aunque migrantes, no podemos dejar de considerarnos zacatecanos y de actuar como lo que creemos es un zacatecano.

 

La rebelión de la estancia

Si tuviéramos la oportunidad de reconstruirnos ¿qué elegiríamos? Sería interesante un experimento de migración del alma, de la mente, de los valores morales y ver si realmente, con conciencia de ser fisiológicamente mujeres, pudiéramos llevar a cabo roles no de hombres, sino de humanos. Sin comparaciones ni complicidades, quizá podríamos entendernos como simples seres que buscan la felicidad y quizás así llegáramos a ser una verdadera comunidad (es decir, con base en lo “común” a todos y no a lo distinto).

Dejar de ver fronteras de género, implicaría romper la primera barrera humana, la de la piel propia y salir en busca y entrega del otro. Significaría también encontrarnos en un mundo donde el espacio tendría que correspondernos con iguales aperturas; un lugar sin límites artificiales, espacios abiertos como naturalmente están, donde nadie es dueño de nada más que de sí mismo y de sus actos.

En este sentido, la migración no sería un fenómeno económico, sino una verdadera necesidad de conocimiento. Sería no una forma de huir sino de refugiarse en el cambio y de intercambiar aprendizaje. La migración sería el constante diálogo con lo propio, para responder a lo ajeno. Y es que estar aquí o allá no deja de ser lo mismo si lo que hay en uno no cambia; el zacatecano irá al país del norte a hacer exactamente lo mismo que hace en México: las mismas dinámicas, roles, prejuicios. Lo que cambia es el paisaje, pero el sentido idiosincrático incluso se acentúa al grado de enfatizar su pertenencia a la tierra por medio de la añoranza.

Así, los zacatecanos emprenden una migración espacial constantemente, como lo hacen muchas otras comunidades en el  mundo, y como esas otras intenta mantener su identidad aferrándose a la pertenencia imaginaria de aquello con lo que ha crecido sin detenerse a pensar que en realidad nada nos pertenece, ni esta u otra tierra, que todo muta, todo está en movimiento y que nos limitamos a lo que conocemos por miedo a experimentar lo verdaderamente desconocido. ■

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