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sábado, 20 abril, 2024
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Existen condiciones internas y externas para una reforma fiscal progresiva

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Por: RAYMUNDO CÁRDENAS HERNÁNDEZ •

En su discurso ante el Congreso norteamericano el pasado 29 de abril, el presidente Joseph Biden no sólo reivindicó las agendas de la igualdad sustantiva y la inclusión de los excluidos, sino las de la justicia social y del derecho a una vida digna. Aunque podría ser temprano para asegurarlo, muchas personas creémos que el presidente Biden prefiguró un primer paso de un cambio que implicaría abandonar las premisas de la política neoliberal que han dominado en el mundo desde los años 80 del siglo pasado -y que Estados Unidos impuso como modelo económico-, para intentar restaurar el equilibrio entre el Estado y el mercado, y empezar a revertir el crecimiento de las brechas de desigualdad y de la pobreza. La agenda socialdemócrata del presidente Biden es un reconocimiento de que, como lo ha dicho el Premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, la “mano invisible” del mercado “no está ahí” y lo correcto del diagnóstico del senador Bernie Sanders de que en la contienda electoral por la presidencia de los Estados Unidos en 2020 se estaba librando una batalla política entre dos concepciones divergentes sobre el papel del Estado en la economía y el desarrollo, entre democracia y oligarquía, entre quienes reivindican las libertades y la justicia social y quienes defienden los privilegios, los intereses de las corporaciones y los proyectos conservadores y oligárquicos de una minoría.

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El presidente Biden pretende financiar al menos una parte de su política de bienestar, con una política fiscal progresiva que permita aumentar los ingresos tributarios haciendo que los corporativos y el 1% más rico comience a aportar “su cuota justa” para ayudar a pagar las inversiones públicas, sin agregar cargas fiscales adicionales ni incrementar impuestos a la clase media, y sin aumentar el déficit. A ello hay que agregar el apoyo de Biden a un proyecto de ley para ampliar los derechos laborales y su respaldo a la sindicalización de millones de trabajadores, lo que puede verse como la posición más prolaboral de un jefe de Estado en décadas.

En su conjunto, estos cambios han llevado a expertos como los premios Nobel Joseph Stiglitz y Paul Krugman a sugerir que se encuentra en marcha el fin de la era neoliberal y la recuperación de una conciencia de la necesidad de la intervención gubernamental para salvaguardar los derechos sociales y los intereses básicos de las mayorías de los estragos del libre mercado. Así, la afirmación de Biden de que “el gobierno no es alguna fuerza extranjera en una capital distante. No, somos nosotros, todos nosotros, el pueblo”, parece enterrar los gritos de guerra neoliberales del republicano Ronald Reagan, quien se lanzó al desmantelamiento del Estado de Bienestar proclamando en 1981 que “el gobierno no es la solución a nuestro problema, el gobierno es el problema”. Este acto de fe antisocial fue refrendado tres lustros después por el demócrata Bill Clinton con su famosa frase “la era del gran gobierno se ha acabado”. El fin de la era neoliberal también queda demostrado con la reciente decisión del G-7 y del G-20 (Los países más poderosos del mundo) de imponer un impuesto global de por lo menos 15 por ciento a las empresas para combatir los paraísos fiscales y para que las compañías tributen donde obtienen ingresos, según declaración de la secretaria del tesoro estadounidense, Janet Yellen, quién además instó al mundo a “finalizar rápidamente el acuerdo”, que deberá transformar la arquitectura tributaria mundial.

No se requiere ser muy inteligente para entender que el discurso del presidente de la potencia del norte y los acuerdos entre los países referidos, crean un escenario que abre posibilidades a la aceleración de la 4ª T en nuestro país mediante una reforma fiscal progresista, parecida a la de Biden, para financiar un crecimiento de la inversión pública, la reconstrucción de los sistemas de salud y seguridad social, así como el educativo, cuyas debilidades han quedado más que demostradas en estos 18 meses de pandemia. La falta de recursos también es la causa de fondo de que el gobierno que encabeza AMLO haya sido muy limitado en sus acciones en apoyo al campo y en todo lo relacionado al uso responsable y eficiente del agua. Como se ve, hay razones y circunstancias internas, y condiciones internacionales que justifican y hacen viable un cambio en la posición del presidente de México de no autorizar nuevos impuestos ni incrementar los existentes.

Cambiar la política fiscal también puede ser la justa respuesta a las reticencias de todo tipo del sector empresarial, con sus honrosas excepciones, para cumplir con sus compromisos de inversión, no obstante el crecimiento de los mercados interno y externo, y las expectativas positivas de crecimiento reconocidas por los organismos internacionales más serios. Si a esas reticencias agregamos su costumbre de sacar sus capitales del país, y las raquiticas bolsas presupuestales orientadas a la inversión pública en infraestructura, se fortalece la conclusión de que la reforma fiscal progresista es clave para el éxito de la 4ª T. Además de que esa decisión no requiere de reforma constitucional alguna, sino solo la mayoría simple en la Cámara de Diputados. Esta discusión debe orientar el debate nacional de aquí a fín de año. ■

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